Nunca es fácil que tras una destitución un entrenador siga contando con el beneplácito de la que fue su afición. Ernesto Valverde es una de esas rara avis. En el Villarreal, tras la salida de un técnico por la puerta falsa, solo se ha mantenido un recuerdo positivo en un par de ocasiones. Una, por supuesto, con José Antonio Irulegui, el primer míster en Primera. Solo el hecho de ascender a un equipo que estaba confeccionado para no pasar problemas en Segunda le blinda de cualquier crítica.

El otro es Valverde. Tuvo que irse del Submarino tras no poder arrancar a un equipo que venía de unas temporadas excelsas, de unas semifinales de Champions o de un subcampeonato de Liga, como hechos más significativos. Tras su marcha, al actual entrenador del Barcelona no se le conoce ni una sola mala palabra hacia el club que le ofreció volver a la Liga tras un año en el Olympiacos, el equipo que le dio de nuevo cobijo tras la mala experiencia.

Tras aquello, en enero del 2010, ha regresado a Vila-real en infinidad de ocasiones y siempre el recibimiento, incluido el de ayer, ha estado acorde a su elegancia, en los buenos y en los malos momentos. Otros despedidos ilustres no han dejado, ni de lejos, ese poso de respeto. Los Caparrós, Lotina e, incluso, Garrido, el hombre que le relevó, son ahora poco menos que repudiados.

La trayectoria de Valverde demostró que el tiro de Roig y Llaneza estaba bien dirigido cuando apostaron por el Txingurri. Faltó paciencia; sobraron intrigas.