En siete días el Villarreal fue capaz de mostrar todas las caras posibles que puede enseñar un equipo de fútbol. Viniendo de una trayectoria intachable, tres partidos bastaron para comprobar que la euforia es una puñetera e informal impostora que se presenta y se esfuma con la misma facilidad. En el inesperado tropiezo en el Madrigal ante la UD Las Palmas, los bipolares amarillos fueron dos equipos en un mismo partido: uno desfigurado y escaso de virtudes; otro que se mostró dominante y avasallador, pero desdentado.

El desencuentro duró nada con la victoria convincente en la Europa League frente a un Bayer Leverkusen que hace nada fue capaz de acojonar a todo un Camp Nou en la Champions. Modélico en concentración y orden defensivo, frío y calculador a la hora de golpear, el Submarino zarandeó al rival alemán hasta ponerle al borde de la cornisa; y no es cuestión baladí el zarandear a un equipo de la Bundesliga.

A tal subidón, tal bajón. En Sevilla asistimos a la caída tan abrupta como impensable del rendimiento defensivo del Villarreal, su mejor valor en lo que llevamos de temporada; al Submarino, con llegada y gol, se le vieron todas las costuras en el juego de contención.

No hay porque dudar de un colectivo que ha demostrado su capacidad para disimular ausencias notables en el presente ejercicio, pero lo maravilloso y enigmático del fútbol parece obligar a todos a renovar semanalmente los votos de confianza para que el encanto no se diluya. H