Al gol se puede llegar con sus caricias y preliminares; jugando aseado desde atrás. Los zagueros conectan con los volantes y estos filtran pases talentosos o buscan la periferia, por donde gambetean los extremos. El pie, esa parte proletaria del cuerpo, dibuja los mejores trazos de la esencia del juego; el balón llega bien servido al delantero que profana la meta rival y luego emprende una desbocada carrera dedicando el acierto en la suerte suprema a su novia/o, hijo, madre o abuela. Del graderío se eleva un grito como de miles de parturientas dando luz a la vez; en sus cabinas, los narradores cargan aire, hinchan pecho y su voz llega hasta la Patagonia. Y el marcador centellea como un anuncio en Las Vegas.

Mientras, el goleador, alcanzado por sus compañeros, se entrega a sus ardientes abrazos y restregones amatorios. Una sensación de orgasmo, sin efectos secundarios de tristeza, invade el estadio. Pero también puede darse que un portero la pifie y que un tipo que pasaba por allí meta la pierna y la pelota acabe dentro de la portería, o que otro marque de un cabezazo tras un córner. Esta es la versión aquí te pillo, aquí te mato, y lo cierto es que todos valen igual. H