En la cima de El Acebo Alejandro Valverde no puede ni hablar. Y no es porque en unos meses vaya a cumplir los 40 años. Ya empieza a gustarle que le llamen El Abuelo. No puede hablar porque está asfixiado del esfuerzo, de su feroz demarraje. Es imposible que tenga la edad que figura en su carnet. Nos engaña a todos. «El abuelo nunca dice la última palabra», bromea en la cumbre asturiana. Ver para creer. Al inicio de la subida final, plisplás, ataque de Valverde y solo Primoz Roglic, el líder, lo aguanta. Todos, por detrás, a sufrir, a vivir otro día para enmarcar del jersey arco iris.

«Si la Vuelta de aquí al final es un mano a mano entre Roglic y yo querrá decir que estoy luchando por la primera, o si no por la segunda plaza», insiste cuando ya ha recuperado la respiración. No ha podido con Roglic, el mismo que aguanta a Valverde en los momentos más duros de El Acebo. Y ha tomado una decisión, con la victoria de etapa decidida entre los fugados (triunfo del estadounidense y compañero del jersey rojo Seep Kuus).

COMO EN EL TOUR / Valverde, en El Acebo, levanta pasiones entre los aficionados, los que se habían reunido para dar colorido al Día de Asturias, para creerse hasta que estaban en un escenario del Tour. Igual que hoy en La Cubilla, denominada el Galibier asturiano.

Valverde puede fallar cualquier día porque él no está libre de ese maldito personaje que existe en el ciclismo, un tipo que va con un mazo, al que no se le ve, pero golpea con violencia la cabeza de los corredores en el momento más inesperado para hacerlos entrar en crisis. No parece que la vaya a tener Roglic, pero su equipo, el Jumbo, siempre ha tenido la desgracia de perder carreras ganadas cuando lo tenía ganado y muy pocos lo esperaban.

Y si no que se lo pregunten a Steven Krujikwijk, quien se dio un castañazo de aúpa en el descenso del Agnello (Giro del 2016) para perder ante Vincenzo Nibali una carrera que parecía tener en el bolsillo. O cuando en su anterior denominación, cuando se llamaban Rabobank, tuvieron que sacar al jersey amarillo del Tour 2007, el danés Michael Rasmussen, por la cocina de un hotel de Pau angustiados por la presión de las sospechas por dopaje, para fortuna de Alberto Contador, entonces segundo en la ronda francesa, como lo es ahora El Bala en la Vuelta. Hay un dicho en ciclismo que dice que hasta la última línea de meta no se gana una carrera y aunque se deje Madrid de lado, el sábado que viene hay preparada toda una encerrona por la Sierra de Gredos.

Y si el que falla es Valverde, que le quiten lo bailado. «Si he conseguido 40 segundos, bienvenidos sean. Ataqué para ver qué pasaba». En El Acebo se evidenció que dos hombres dominaban sobre los demás, que Tadej Pogacar, 19 años menor que el campeón del mundo, debe dosificarse por su edad y que Superman no lleva la capa suficientemente preparada, al igual que Nairo Quintana, quien sí o sí, le guste o no, debe dar el último servicio al Movistar convirtiéndose en un gregario de lujo para Valverde.