A estas alturas nadie puede poner en duda la condición de sportinguista de Quini. El mítico exfutbolista dedicó su vida personal y deportiva al club de sus amores, llegando a jugar en Gijón en Segunda en la plenitud de su carrera, con 27 años y siendo internacional, para devolverle a la élite. Sus notables méritos le valieron el cariño y reconocimiento del mundo del fútbol y de sus paisanos, que acordaron tras su fallecimiento que El Molinón lleve el nombre de Enrique Castro Quini.

Especialmente llamativa fue la despedida que se le tributó en el campo del eterno rival del Sporting, el Carlos Tartiere. Pese a la rivalidad que mantienen ambos clubs, El Brujo fue también muy querido en Oviedo, equipo con el que llegó a jugar en un partido amistoso en 1987 y del que intentó comprar acciones cuando estaba al borde de la desaparición.

En una sociedad cainita en la que en demasiadas ocasiones impera la envidia sobre otros sentimientos más elogiosos, Quini fue un ejemplo a la hora de entender la rivalidad deportiva entre dos ciudades separadas por solo 30 kilómetros. El delantero defendió la elástica del Sporting durante 15 temporadas y se hartó de celebrar goles como rojiblanco, pero ante todo era amante de su tierra, a la que defendió y representó con orgullo. Su trayectoria vital debe servir como ejemplo. No pido, por ejemplo, que un aficionado del Barça celebre victorias del Madrid, o a la inversa, porque sería innatural, pero de ahí al odio media un abismo.