A los 43 años no debería nadie estar jugando a un deporte tan físico y propenso al dolor de huesos como el fútbol americano. No resulta aconsejable, de hecho. A esa edad, y más si uno ya es considerado el mejor quarterback de la historia, y ese es Tom Brady, lo lógico es recuperar tiempo con la familia (su esposa, la supermodelo Gisela Bundchen, y sus dos hijos), mejorar el hándicap de golf y ofrecer la mirada experta sobre el juego desde una cabina de comentaristas. Pero Brady ya hace tiempo que desafía toda lógica.

El cuerpo suele dictar a los grandes deportistas el momento de echarse a un lado y retirarse. El orgullo, ante la falta de minutos sobre el campo, suele secundar esa decisión. Pero el cuerpo de Brady está mudo y el orgullo, más que henchido. Brady disputará como mariscal titularísimo de los Tampa Bay Buccaneers la décima Superbowl de su carrera, una barbaridad. Será ante los Kansas City Chiefs, el 7 de febrero, en casa, en Florida. Por primera vez un equipo jugará en su estadio la final de la temporada de la NFL.

Nuevo manual

La admiración por Brady se ha agigantado, no solo por su tesón, su elevado nivel competitivo y su currículum inacabable, sino porque después de 20 temporadas en New England, muchas a las órdenes de Bill Belichick, inició el curso en otra franquicia, otra conferencia y otro clima. Ha debido aprender un nuevo manual de jugadas y compenetrarse con nuevos compañeros. No es tan fácil eso en fútbol americano. Y aun así, ha llevado a Tampa Bay, una franquicia sin historia ganadora, a la cita más rutilante y emblemática del deporte norteamericano.

«Él es la principal razón de que estemos aquí», ha dicho uno de sus compañeros. «Nos ha proporcionado la fe, transmitida a todo el mundo en la franquicia, de que podíamos lograrlo. Todo ha cambiado. Y solo hizo falta un hombre», resaltaba entregado el entrenador del equipo de Florida, Bruce Arians.

A por el séptimo anillo

Brady se llevaba tras el partido ganado a los Green Bay Packers (26-31) todos los parabienes, como es evidente. Él, no obstante, se quitaba trascendencia. «No pienso en lo que significa para mi; pienso en lo que significa para los demás».

Brady aspira a conquistar su séptimo anillo de campeón. Guarda ya seis. Ha convertido la gesta deportiva en rutina. Esta vez tendrá enfrente a otro nombre mayúsculo de la NFL: el quarterback de los Kansas City Chiefs Patrick Mahomes, otro mago del balón ovalado. Mahomes, que jugó la final de conferencia tras superar una conmoción cerebral (ya se ha dicho que no es un deporte para blandos), abanderó a los suyos ante unos Bufallo Bills empequeñecidos (21-9).

Brady y Mahomes garantizan luces a la Superbowl más apagada por los obvios problemas que genera la pandemia (por primera vez muchos de los patrocinadores clásicos no invertirán en anuncios). Debería ser la final entre el pasado y el futuro (Mahomes tiene de 25 años), pero con Brady no se puede hablar así. Firmó con Tampa Bay un contrato de dos años por 50 millones de dólares. Arriesgado decir que no tiene futuro. Al fin y al cabo, el concepto de la eternidad no se ha arrimado tanto a un deportista como con Brady.