Como si quisiera grabar a fuego el recuerdo de una época, Andrés Iniesta quiso marcharse impartiendo la última lección de fútbol de un equipo inolvidable. Tal vez queden rescoldos en un Barcelona que ha ido perdiendo sus señas de identidad —aunque todavía tiene un portero que da asistencias de gol de 70 metros—, pero la inminente despedida del capitán simboliza la clausura de una época.

Para que no sea triste esa despedida, o con la dosis de tristeza adicional que habría generado la derrota, Iniesta decidió obsequiar al Barça y al fútbol español con otra exhibición en un partido crucial en el que muchos se arrugan. Él se va a la otra punta del mundo, pero deja un legado inolvidable. Para que el pack fuera completo, anotó un gol, igual que en los partidos más emblemáticos de su carrera: el de Stamford Bridge y el de Johannesburgo. Tan simbólico como aquellos. El 0-5, un resultado de tantas connotaciones, fue histórico porque no se daba en la final de Copa desde 1915.

El pobre Sevilla, que ya viajaba al Wanda alicaído y cuyos jugadores debieron disculparse ante la hinchada más enfadada, quedó conmocionado con una primera mitad primorosa del Barça, de esas que merecen grabarse en un deuvedé y paladear con calma más tarde. Sobra decir que la bestial actuación representa la práctica conquista del doblete que caerá en los próximos días.

LA FINAL DE TODA LA VIDA / Las posibles dudas de la respuesta del Bar- ça se disiparon muy pronto. Tan familiarizado está con la final de Copa después de cuatro años disputándola y ganándola, que jugó con la facilidad del que se siente como en casa y apabulló a un Sevilla que ni siquiera tuvo tiempo de tantear la noche que se llevó la primera sorpresa de manera inopinada. De alguien inesperado. Debió tener en cuenta que si el portero es holandés o el Barça los busca con pies, es por algo.

Por si no tuviera suficiente faena el cuadro hispalense, solo faltaba que Cillessen diera una asistencia desde su portería a Coutinho, que se escapó sabiendo que por delante le caería un balón precioso. Ni él ni Suárez estropearon esa excepcional acción que fueron repitiendo uno tras otro. Luego Alba dio de tacón un balón de oro a Messi, y Messi se lo dio a Suárez y luego a Iniesta repartiendo caramelos con esa dulzura imbatible. Sin un mal gesto ni una mala cara, como Andresito, don Andrés, que se enfadó con Gil Manzano reclamando una clarísima falta (fue amonestado) y luego se acercó a pedirle disculpas.

Tres goles le metió sin toser el Barça de entrada a un Sevilla, aniquilado, desbordado, un pelele que dio pena, una conmovedora pena porque en la Liga había demostrado que podía tratar de tú a tú al tetracampeón copero. Le dejó con vida entonces y se le reencontró renacido. No solo eso, sino con la infinita rabia que siente desde Roma: le metió dos más y buscó y buscó goles, para castigarle por aquel disgusto por si tuviera alguna responsabilidad.

UN ESTILO MUY VIGENTE / No, no la tenía, pero pagó por todo. Ese Sevilla atlético, fuerte y poderoso, fue un gigante de barro golpeado por los pequeños azulgranas, esa seña de identidad de un estilo característico y muy vigente. Sí, vigente. No está Xavi, no estará, muy posiblemente Iniesta, pero al grupo se ha sumado Coutinho y por ahí anda Denis, uniéndose al único Messi, siempre presente, a Sergio Busquets, a un Piqué que buscó su golito, a Jordi Alba, otro enano juguetón y genial. A todos los que quedan, que deberán honrar y continuar todo lo que les ha dejado Andrés Iniesta.