Hubo un precedente casi épico en el sterrato de la Finestre en el 2015. Giuseppe Martinelli, director del Astana, ordenó a Mikel Landa que esperase a Fabio Aru. El ciclista vasco puso el freno y sin pretenderlo salvó la vida a Alberto Contador, ganador en Milán, pero que en aquella ascensión sufría tanto o más que la mayoría de rivales de Chris Froome, el pasado viernes, por el mismo escenario. Seguramente, de no haber levantado el pie, el ciclista vasco tendría un Giro.

En el 2015 ese monte llamado Finestre, con ocho kilómetros que jamás se asfaltarán para mayor épica del ciclismo, pudo ser tan decisivo, aunque por los siglos de los siglos se le recordará como el monte en el que Froome realizó su mayor gesta.

A sus 33 años, es un ciclista casi apátrida, nacido en Kenia, criado en Sudáfrica, un británico que jamás ha vivido en el Reino Unido, y uno de los pocos ciclistas que aún apuestan por pagar cero impuestos en Mónaco y no se ha trasladado a Andorra, aunque un café cueste como una comida en un bar andorrano. Y también el que más parece sufrir sobre la bici y menos disfrutar de la profesión. ¿Alguien le ha visto relajándose un minuto? No quita ojo al pequeño ordenador del manillar que le indica lo necesario para no fallar ni pasarse de la raya.

Hace unos meses, concentrado en Mallorca, supo que se había hecho público un asunto que lo atormentaba. Un exceso con el ventolín podía hacerle perder la Vuelta. Los compañeros lo esperaban en el hotel y cuando llegó, se mostró como si nada.

Nunca ha pronunciado una frase fuera de lugar en las conferencias de prensa en el Tour. Y jamás, hasta el viernes, había podido ganar una carrera si perdía dos minutos en la general. No lo hizo ante Nairo Quintana, en la Vuelta del 2016, donde cometió su peor error táctico, al quedarse cortado en una etapa que alteró Contador camino de Formigal.

Nadie, solo él y el Sky, creía en la resurrección de Froome en el Giro, tras caerse dos veces y ceder tiempo casi en cada puerto. Pero en la Finestre distribuyeron a los auxiliares para que tuviera comida a lo largo de la subida y lanzara un ataque a 80 km de la meta, como los de antes, como el de Merckx en el Tour del 69 o como el de Landis en el Tour 2006, aunque este iba hasta las cejas de testosterona. De la mala.