Muhammad Ali escribió que le gustaría ser recordado como “un hombre que ganó el título de los pesos pesados tres veces, que tenía humor y que trató a todo el mundo bien, que nunca miró con superioridad a quienes lo miraban como ejemplo y que ayudó a tanta gente como pudo, que defendió sus creencias sin importar nada, que intentó unir a toda la humanidad a través de la fe y el amor”.

Si todo eso era demasiado, imaginó que se “conformaría con ser recordado solo como un gran boxeador que se volvió un líder y un defensor de la gente”. Ni siquiera le importaría, concluía con sus dotes para provocar la sonrisa, “que la gente se olvidara de lo bonito que era”.

El viernes por la noche, tras una batalla de 32 años con el párkinson, Ali fallecía a los 74 años rodeado de su familia en un hospital del área de Phoenix (Arizona), donde ingresó el jueves con problemas respiratorios que supuestamente solo requerirían una “breve estancia”. Lo breve, no obstante, se hizo eterno y el mundo entero llora al mito deportivo global, al icono social y político de una era convulsa y determinante en Estados Unidos, a un hombre y deportista de leyenda. Y se le recuerda, justamente, como quería ser recordado.

“El más grande. Punto”, escribió en su mensaje de condolencia Barack Obama, el primer presidente negro de EEUU, que recuperó una de las muchas frases con las que el carismático Ali demostró sin complejos que era un peso pesado mucho más allá de los cuadriláteros: “Soy América. Soy la parte que no queréis reconocer. Pero acostumbraos a mí: negro, confiado, arrogante; mi nombre, no el vuestro; mi religión, no es la vuestra. Mis metas, las mías propias. Acostumbraos a mí”.

EL CAMbIO DE NOMBRE // Para aquel momento Ali había dejado de ser Cassius Clay, el nombre en honor a un abolicionista que sus padres le dieron el 17 de enero de 1942 en Louisville, Kentucky, ese sur donde EEUU vivía su apartheid. Ya no era el niño que a los 12 años empezó a boxear para vengar el robo de su flamante bici Schwinn roja. No era ni siquiera el adolescente que en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960 se hizo con un oro.

Era, ya, el Ali que se inventaría a sí mismo, el hombre con una confianza preternatural y un talento disciplinado que contra todo pronóstico tumbó a Sonny Liston en 1964 para hacerse con el primero de sus tres cinturones de los pesos pesados y declararse “¡el rey del mundo!”. Ya era ese boxeador único y original, capaz de “volar como una mariposa y picar como una abeja”. Ya era el reto radical para la América blanca y cristiana, el negro orgulloso y converso al islam, el inconformista que, con su negativa a luchar en Vietnam, plantaría cara al sistema, costase lo que costase.

Y le costó. La insumisión le puso a las puertas de cinco años de cárcel, conllevó la retirada del título y tres años de suspensión y le hizo tan héroe para unos como villano para otros. Pero su leyenda acababa de empezar.

Cuando regresó, en 1970, lo hizo ganando a Jerry Querry, emblema de la América blanca. Su duelo al año siguiente con Joe Frazier en el Madison Square Garden, fue un acontecimiento que paralizó al país. Uno de los históricos tendría lugar en Kinshasa (hoy Congo), donde en 1974 tuvo lugar el mítico Rumble in the jungle que enfrentaría por primera vez a Ali con George Foreman.

A Ali le quedarían aún victorias, como su tercera pelea con Foreman, en Manila en 1975, que describió como la vez que más cerca se había sentido de la muerte en los cuadriláteros, que no dejó hasta 1981, cuando cerró su carrera de 56 victorias y cinco derrotas. Después llegó el párkinson, su combate más duro. H