Está pasando, con el covid, que llevas a tus hijos al entrenamiento y no te dejan entrar al campo. Tengo un amigo desolado, no tanto porque le guste ver a su hijo --tampoco es eso--, sino por no saber qué hacer con esa hora y media libre, porque entrena en un lugar apartado. Tan aburrido y desesperado estaba que el segundo día se llevó un capazo de libros al coche para pasar el rato, un digno propósito que le duró medio minuto --estaba claro--. Descartada la opción lectora decidió ejercitar el cuerpo en lugar de la mente y dar un paseo por la zona, llamémosla verde, porque lo de interactuar con el resto de padres ni lo contempla.

Así, no llevaba ni cinco minutos de caminata cuando enfiló un sendero de construcciones abandonadas y descampados. Todo mal: el sol le quemó la nuca, esquivó una rata de medio metro, aceleró bajo una ráfaga de inquietantes ladridos y los mosquitos lo machacaron. Regresó al coche aturdido e íntimamente derrotado a esperar a su hijo dando me gustas en Instagram --consuelo a mano-- y me regaló una conclusión. Todas esas veces que pensamos qué sería de nuestras vidas si no hubiésemos pasado tanto tiempo jugando, viendo o pensando en fútbol estábamos equivocados. Porque creíamos que el fútbol era el culpable de nuestra desidia existencial y, en realidad, el fútbol solo pasaba por ahí. Sin él tampoco hubiéramos hecho nada de provecho, me dijo. En lugar de perder el tiempo con el fútbol lo hubiésemos perdido con otra cosa, insistió, aunque esa cosa fuera la nada. Ahora lo ve claro.

Mi amigo quiere conservar el anonimato, por eso no escribiré cómo se llama. No me quedó claro si no quiere que diga su nombre para que su hijo no se entere o porque se avergüenza de nuestra amistad. A mí me va bien para contar otra historia, esta del pasado, cuando jugábamos nosotros y no su hijo, un día que llegamos a un campo y nos estaban esperando. Era algo que ocurría de vez en cuando, una estupidez cualquiera. Los rivales se ponían en el camino al vestuario y hacían un pasillito para intimidarnos. Solíamos pasar sin hablar y sin hacer mucho caso, excepto aquel día en que mi amigo se frenó, se giró y, señalando al equipo rival, nos gritó: «Es impresionante lo feos que son todos, ¡impresionante!». Lo mejor es que aquellos --feos de verdad-- se rieron en lugar de pegarnos.

Jugar a fútbol con mi amigo era subirse al coche de un conductor borracho. Igual tenías suerte y no pasaba nada, pero podías sentir que el peligro de una desgracia estaba siempre acechando. Como dirían los argentinos, y así lo admitía, no tenía los patitos en fila. En un test de la federación, delante de todos, un entrenador intentó tocar su orgullo. «Con el físico que tienes podrías jugar en el equipo que quisieras», le dijo. «¿En el Quequisieras de Moscú podría jugar?», le contestó mi amigo, que tecleo esto y empiezo a entender la petición de anonimato.

El fútbol es imprevisible porque se juntan los que son como mi amigo, con un físico imperial pero una comprensión del juego limitada, los que comprenden el juego pero no tienen tanto físico, y los pocos que reúnen todo, que son verdaderamente los raros. Agita ese cóctel a diario, gestiónalo y luego dime --si te atreves-- que a los entrenadores les pagan demasiado. H