El eslovaco Peter Sagan es sinónimo de muchas cosas en el mundo del ciclismo. A los 28 años es una figura mundial, capaz de ganar tres mundiales de forma consecutiva y de incorporar su nombre, nada menos que con el jersey arcoíris colocado en el cuerpo, a la leyenda de la París-Roubaix, el segundo gran monumento que gana después de triunfar en el Tour de Flandes en el 2016.

Ayer, sobre los adoquines, triunfó de forma increíble con un ataque a 54 kilómetros de la meta en el que capturó a Silvan Dillier, campeón suizo, integrante de una fuga inicial en la que también se coló el catalán Marc Soler, con un magnífico estreno en el Infierno del Norte.

Dillier, como si fuera en carroza al lado de Sagan, como si cumpliera el sueño de su vida, sabedor de que si llegaba con el tricampeón del mundo nada tenía que hacer en la lucha por la victoria, seguramente se sintió el más feliz de la tierra, pero Sagan lo batió en el velódromo de Roubaix, ya que cualquier otro resultado habría sido de ciencia ficción. Pero Dillier se dio el gusto de pasar a la posteridad porque superó, en compañía de Sagan, el legendario Carrefour de l’Arbre, junto al bosque de Arenberg y Mons-en-Pévéle, el sector de adoquines más tormentoso para los ciclistas participantes.