Pepe Mel tuvo que volver al Betis para arreglar el estropicio. Llegó la pasada temporada con el equipo fuera de los puestos de ascenso. Como Harvey Keitel en Pulp Fiction, se presentó y dijo: “Hola, me llamo Lobo y solucionó problemas”. Y lo solucionó porque subió a Primera como campeón y con cierta holgura. Y fue vitoreado y adorado, como lo había sido en otra época en la que los dirigentes se precipitaron al echarle. Parecía que Mel y el Betis estaban hechos el uno para el otro, se dieron una nueva oportunidad, pero la química desapareció pronto.

El desenlace se veía venir desde hacia mucho tiempo, incluso desde el verano. En aquella época, el cesado técnico ya advertía de las carencias de su equipo y nunca fueron subsanadas. Y eso parece que propició un evidente desencuentro con la dirección deportiva que, por otra parte, no parece que se haya lucido mucho.

En un equipo en el que los jugadores diferenciales ya estaban a punto de iniciar el declive por lógicos motivos de edad --Rubén Castro (34) y Jorge Molina (33)--, al fichador de turno se le ocurrió dotar de energía a la plantilla con buenas dosis de juventud, firmando a Westermann (32), Joaquín (34), Van der Vaart (32) o Vargas (32); los resultados están a la vista y es que calidad puede haber, pero la decadencia física era un hecho muy anunciado.

Al margen del nulo rendimiento que han dado la mayoría de los fichajes para el regreso del club verdiblanco a Primera, a Mel no se le vio con esa desbordante vitalidad que en otras ocasiones daba unas ciertas garantías de que iba a ser capaz de salir de una mala situación que, por cierto, ahora no era tan complicada. Llevaba el cese pintado en la cara ya hace algunas semanas, porque el héroe se había convertido en villano. Pero no es de recibo que se vaya con las paredes llenas de pintadas en su contra o que se entere del despido a través de la radio. Hay formas y formas. H