Hay un brillo especial en los ojos de Sloane Stephens y no se trata solo del reflejo de la plateada copa que la joven tenista negra de 24 años alzó el sábado tras conquistar ante su compatriota y amiga Madison Keys el Abierto de Estados Unidos, o de las chiribitas que le provocó tener en sus manos un cheque por valor de tres millones de euros. Se trata de "algo distinto en su mirada", según palabras de Chris Evert, quizá la expresión del optimismo, de la consumación de las expectativas, del esfuerzo recompensado, de lo más parecido a una gloriosa resurrección.

Una lesión en el pie izquierdo el año pasado alejó de las pistas a Stephens, una de las grandes esperanzas de la nueva generación del tenis estadounidense femenino, la promesa que despuntó en el Abierto de Australia de 2013 al alcanzar a los 19 años las semifinales, batiendo para conseguirlo a la reina madre del deporte, Serena Williams. La cirugía en enero y la dura rehabilitación le hicieron acumular 11 meses sin poder jugar y cuando regresó a la competición ocupaba el puesto 957 de la clasificación mundial.

GANAR A UNA AMIGA

El retorno, no obstante, estaba marcado por la determinación. Y aunque Stephens cayó en las primeras rondas de Wimbledon y Washington, alcanzó las semifinales en las pistas de Cincinnati y Toronto y llegó a Flushing Meadows desplegando su nuevo y reforzado juego, en el que ahora no se apoya como antes tanto en su talento defensivo, sino que ha incorporado más el ataque.

Esas armas le sirvieron para ir avanzando, para batir a Venus Williams en una de las dos semifinales "all-American" de este Abierto. Y se desplegaron impolutas en la final, donde se impuso con contundencia, en solo 61 minutos por 6-3 y 6-0, a Madison Keys, su buena amiga desde la infancia, con la que ha compartido equipo en la Fed Cup y los Juegos Olímpicos, que también debutaba en la final de un grande y que ha sido compañera de Stephens no solo en el panteón de las esperanzas del tenis estadounidense sino también en el de las penurias de las lesiones.

ABRAZO CON LA MADRE

La buena relación quedó más que clara cuando la última bola de Keys se quedó en la red. Stephens moderó la celebración de ese título que hace solo unos meses habría considerado "imposible" hasta que se acercó a Keys y se fundió en un abrazo con ella, susurrándole al oído palabras de consuelo.

Solo después volvió a la pista, alzó los brazos, y subió al palco a abrazarse con su madre, la exnadadora universitaria Sybil Smith, y con su entrenador, Kamau Murray. Mientras esperaban la ceremonia de entrega de premios Stephens también se sentó en la silla junto a Keys, como han solido hacer las hermanas Williams, y siguió sacándole sonrisas a su derrotada amiga. "Ojala hubiéramos podido empatar", le dijo.

Stephens, que el lunes amanece en el número 17 de la clasificación mundial, se ha coronado justo 60 años después de que Althea Gibson abriera en el Abierto estadounidense los triunfos de las tenistas negras y es la primera estadounidense no apellidada Williams que graba su nombre en los Grand Slams desde que Jennifer Capriati conquistara Australia en 2002.

Irradia una alegría contagiosa. Y con una naturalidad incontenida era capaz de bromear en su primera rueda de prensa desde sobre la preocupación de que el sudor en el pecho quedara para siempre grabado en la foto de su victoria hasta con periodistas que hasta ahora le habían cuestionado por no ganar torneos. Sus brillantes ojos aseguran que la foto será perfecta. El título entierra cualquier interrogante que hubiera podido haber.