Yo no puedo controlarlo todo». Fue la respuesta de Alejandro Valverde cuando le preguntaron, en la meta de Pozo Alcón, en la sierra jienense, cómo es que se había fugado Tony Gallopin y gracias a la escapada se impuso en la séptima etapa de la Vuelta. Él, efectivamente, no puede controlarlo todo, pero muy pocas cosas se le escapan en esta rocosa ronda española, la del calor y carreteras descarnadas como las del alto de Ceal, un tormento.

Si no, solo hace falta seguir la narración de Valverde, al poco de coronarse la última cima de ayer. «Íbamos por una carretera muy rugosa y pasamos a otra con mejor firme. Fue entonces cuando la gente se confió. Delante de mí se cayeron tres Sky. Yo iba el cuarto y pude eludir la caída», relató.

Uno de los que se cayeron fue Kwiatkowski, el polaco que lideró La Vuelta hasta que cedió el jersey rojo al francés Molard. Por delante sabían que Kwiat se había caído; se peleaba para que no enlazase y para ganar la etapa.

Valverde lo veía. La carrera estaba delante. Gallopin, un pillo, un francés que sabe brillar hasta en el Tour, es de los que cuando se escapan a tres kilómetros de meta, por calles empinadas, no es para lanzar fuegos artificiales. Y Valverde acabó tercero porque Peter Sagan surgió de la nada para sobrepasar al murciano en el último suspiro. Pero La Vuelta avanza y parece que, por ahora, se corra al son de Valverde.