Ernesto Valverde, en casi 20 años de camino del cadete del Athletic hasta el Camp Nou, ha sido fiel a una ideología táctica: el 4-2-3-1. Ese modelo ha sido su biblia allí donde ha ido: Bilbao, Montjüic, Atenas, Vila-real, València, Bilbao de nuevo... Aunque ahora, con una plantilla de ensueño (nunca ha tenido jugadores de tanto talento como los que dirigirá en el Barça), deberá hallar nuevas páginas de ese libro de cabecera.

Apenas ha usado el 4-3-3, la guía que trajo Cruyff en 1988, el técnico que lo fichó del Espanyol. Mantiene las constantes vitales de la filosofía azulgrana, instalado en campo contrario a través de una agobiante presión adelantada, su principal señal de identidad, que se activa de forma inmediata tras la pérdida de la pelota. Se abalanzan entonces sus jugadores sin miedo sobre los rivales, invadiendo con fiereza el área contraria, aunque luego se repliega en un 4-4-2, similar al que ha empleado en los últimos meses el propio Luis Enrique. El 4-3-3 del asturiano era camaleónico porque Neymar se retrasaba para acompañar a Busquets, Rakitic e Iniesta, mientras Suárez y Messi se quedaban arriba. Desde otra mirada, desde el 4-2-3-1, Valverde también desanda ese camino.

Al final, todos los equipos encarnan el alma de su entrenador. El Dream Team de Cruyff era intuitivo, genial, pero, a la vez, desconcertante, capaz de cometer, como grandes errores. Todo lo que se veía del Barça de Van Gaal estaba escrito en una libreta. El de Rijkaard importó la presión italiana que él practicaba en el Milan de Sacchi fusionada, además, con el toque del Ajax. Guardiola, medio centro de toda la vida, habría jugado hasta con 11 centrocampistas. El Barça de Luis Enrique, jugador visceral, anárquico, ofensivo y polivalente, trabajó sobre una idea única: el tridente.