El sábado en La Cerámica me entró un escalofrío indescriptible de nostalgia. Corrió por mi cuerpo hasta la cabeza y allí se instaló durante cuatro minutos y 47 segundos. Nunca me creí aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejor, pero es cierto que cuando observas desde la atalaya de tu cerebro el transcurrir de los años, dudas de si algunos pasos que damos, en lugar de ser hacia adelante, propulsan la marcha del cangrejo y se proyectan de forma involutiva.

Es el paradigma de vivir en un mundo hiperconectado en el que es posible mandarle una foto a un amigo que trabaja en Australia en unos segundos, pero ser incapaces de hablar con alguien que vive en tu misma ciudad porque el whatsapp ha construido una muralla invisible que impide la conexión auditiva. Antes te sentabas a una mesa o te ibas a tomar una cerveza con la panda y todos nos mirábamos a los ojos; hoy te pasas más de media reunión con la vista clavada en el maldito móvil, que para más inri te cuesta una fortuna. El iPhone está a la última, pero nosotros en las cavernas oscuras, porque nos vemos hechizados por, quien sabe dios, la última tontería que ha aterrizado en él y nadie habla.

Pensé en cuando era niño. Teníamos un grupo de wap particular. Nos asomábamos a la ventana, silbábamos y el sonido se convertía en viral porque el primero que lo oía bajaba a la calle y tocaba los timbres del resto. Nos reuníamos en la placeta o en la calle de la iglesia de la Sagrada Familia, donde el pobre padre Ángel estaba harto de nosotros porque salía a cristal roto por semana de nuestros balonazos. A veces bajaba con el bocadillo de nocilla, que dejaba en un rincón de la calle para dar buena cuenta de él al término del partidillo. Y si la madre de uno de nosotros no había podido prepararlo, pues lo compartíamos a bocado limpio. Hoy la convocatoria se hace por el chat, y el balón, o lo que sea, corre por el inalámbrico de la PlayStation donde los jugadores son las grandes estrellas de la FIFA.

Aquello de pasarse una hora visionando canales, como sucede ahora, para elegir entre el más de un centenar de sintonías, era entonces impensable. Enchufaba la tele y no había que pensar mucho, porque la elección se antojaba sencilla. Y sí, a la chica que te gustaba, incluso le mandabas una carta romántica y le pedías salir. No se rían, cualquier parecido con lo de ahora…

Todavía recuerdo cuando nos fuimos a Palma de viaje de fin de curso. A la vuelta, revivíamos las aventuras y se lo contábamos con ilusión a los amiguetes. Esa vivencia se disipa ahora rápidamente porque a los 10 segundos ya puedes ver con detalle lo que están haciendo tus colegas en vivo y directo. Y si hacías una escapada para huir de la novia de turno, nadie se enteraba. Hoy puedes salir hasta en el telediario, en la cuenta de Twitter, Facebook o Instagram de cualquiera de tus mismos amigos, que sin querer te dejan con el culo al aire.

Antes tenía mi agenda de papel, mi cajón con los recuerdos y las fotos más entrañables bien guardadas, y salvo un terremoto, allí estaban cuando las quería. Si pierdo mi teléfono, la nube se estropea o internet se va de vacaciones, me quedo desnudo, como cuando sales de la habitación del hotel medio dormido y se te cierra la puerta… y te quedas en pelota viva en el pasillo.

Sí, todo eso me pasó el sábado durante casi cinco minutos. El tiempo que tardó el VAR en dar como válido el gol de Moi Gómez. Ya casi ni me acordaba que estaba en un campo de fútbol ni tenía ganas de celebrar el gol. No, antes daba botes de alegría en el estadio o delante de la tele. Hasta esa alegría nos han quitado hoy. No señores, este no es el fútbol que me quitaba el sueño cuando era un niño, ni tampoco aquel por el que nos enfadábamos cuando el árbitro de turno metía la pata. Siento nostalgia, pero o le ponen remedio, o me paso a la play… y ya soy muy mayor para esto. Ni el chiste fácil de irme al VAR con b me hace gracia. ¡Qué largos son cinco minutos, Dios mío!