Que la cosa nos cogiera por sorpresa no se lo cree nadie. Ya el mismo lunes, antes del partido, los chats se atascaban con los primeros memes epitafio del pobre Ventura, cuyo apellido se presta de forma demasiado escandalosa a los juegos de palabras. Y los titulares campanudos, inmisericordes, biliosos que los principales periódicos sacaron al medio segundo de pitar el final, "Apocalisse", "Fine", "Tutti a casa", "Vergogna!" ya dejaban claro que los periodistas los llevaban rumiando desde casa.

La hecatombe estaba en el aire. Era concreta. Se tocaba. Se oían cosas como: llevamos demasiado tiempo jugando mal; no ha habido recambio generacional; el guardiolismo ha hecho mucho daño a la nueva generación de defensas; los suecos son físicos y se cierran bien atrás (todos expertos en fútbol escandinavo, evidentemente); ojalá estuviera Conte (y, ya que estamos, ¿por qué no Bearzot?)... En fin, las nubes oscuras eran bien visibles sobre toda la bota, desde los Alpes a Sicilia, pero no queríamos verlas. Al final no habrá tormenta. Bromear sobre ella es una forma de exorcizarla. Al fin y al cabo somos tetracampeones. Y hemos ganado dos de esos mundiales ayer y antes de ayer, no en la prehistoria. Mucha gente, yo incluido, ha visto a Zoff y a Cannavaro levantar la copa. Pues no puede ser que nos quedemos fuera. No nosotros, no con nuestra historia (como si la historia metiese goles), no con nuestra camiseta (como si los contrincantes se derritieran delante de ella), no con nuestra infalible estrella de la suerte, 'lo stellone italiano', que siempre llega a ayudarnos cuando no lo merecemos y todo parece perdido (¿dónde demonios estabas anoche?).

Pero ocurrió. El tifón se materializó delante de nuestros ojos en la forma de rubios y altos vikingos quitándose su camiseta amarilla y abrazándose entre ellos. Y haberlo previsto no ayudó ni ayuda. En un país que geográficamente tiene la forma de un pie dándole a una pelota, que vive de fútbol más que cualquier otro en Europa y que muy raramente se une para un sentimiento común como la Azzurra, duele. Duele en el alma. Duele a más rabiar.

Cargar ahora contra el pobre 'des-ventura-do' entrenador o los jugadores o la federación es solo una pataleta infantil. Después hay que irse a la cama, intentar dormir y sobre todo levantarse. Eso, levantarse. Y no solo mañana sino cada maldito día de aquí a junio pensando en que no vamos a participar en la fiesta más grande del fútbol. Que somos los parias del mundo. Y más. Tendremos que esperar otros cuatro eternos años para el próximo Mundial, siempre que nos clasifiquemos, y ocho antes de que haya otro evento en verano. Ocho años sin una 'notte magica, inseguendo un gol'. ¿Quién puede aguantar eso? Solo con pensar que los niños recién nacidos vivirán una infancia sin un verano con un Mundial de la 'azzurra' se te encoge el corazón. Inconcebible, tremendo, demasiado cruel.

El golpe en la Bolsa de 'La Gazzetta'

Quedarnos fuera del Mundial pasará factura a muchos niveles en Italia. Y el hecho de que RCS, la editora de 'La Gazzetta', se haya dado el día siguiente de la derrota una buena hostia en la Bolsa ofrece solo una mínima muestra de la envergadura de la cosa. Vamos a vivir tiempos tumultuosos, creedme. Si el fútbol es el opio del pueblo, ojo que ahora un pueblo históricamente muy complicado, que ha escondido demasiado tiempo la cabeza en la arena, se ha quedado sin su remedio para los males. Hoy desde muchos púlpitos en Italia se clama por un año cero, un 'reset' total y profundo del sistema futbolístico. Y ya distintos políticos, prontamente, se han subido al carro, a favor de tomar medidas drásticas, radicales y urgentes. Eso, sobre todo urgentes. Hay que darse prisa: a no ser que esta debacle provoque un terremoto más allá del sistema del balompié.