Uno de los momentos más emocionantes en la vida es cuando vas por primera vez al estadio de la mano de tu padre. Lo miras, observas sus gestos, tratas de colocarte la bufanda como él. Ves cómo saluda a compañeros de graderío, estás absorto escudriñándolo todo, no perdiendo detalle, envuelto en un ambiente que no olvidarás jamás. Pero entonces no lo sabes. No sabes que estás admirando a tu padre, que estás siendo inoculado por un sentimiento, que estás aprendiendo valores, lealtad. No sabes nada, tal vez solo que deseas con toda tu alma que gane tu equipo, el equipo de tu padre. Quieres que llegue mañana lunes para decirlo en el colegio, para comentarlo. Mucho tiempo después derribarán ese estadio. Amarillearán las fotos de ese día y estarás definitivamente jodido cuando todos los futbolistas sean menores que tú. Incluso esos meritorios cuarentones que se arrastran por los campos de Segunda B, arreando todavía algún chutazo, diezminuteros de segunda parte, veteranos que aportan carisma, paquetes con mando en plaza o finos estilistas que aún recuerdan cuando la grada coreaba su nombre. Y aquella final.

Mas tarde son los presidentes del Gobierno los que son más jóvenes que tú. Y hasta no pocos ministros. Los subsecretarios, varios presidentes de Mancomunidad e inclusive los concejales de festejos y el delegado zonal de Carreteras. Y entonces comprendes la verdadera dimensión del deseo de berrear, chiquitajo y anarquista, infante atolondrado, de nuevo en un estadio sabiendo que a la vuelta te van a llevar de la mano y que, con suerte y si no haces mucho el cafre, te va a caer una hamburguesa de buen tamaño con patatas fritas y un Coca Cola.

No sé si vais hoy al fútbol o a votar, si habéis votado ya o si os importa un carajo al bies el fútbol. Todo lo anteriormente dicho vale para el baloncesto, por cierto. También lo del carajo. Y para el balonmano. Para el cricket no, que es ajeno a nuestra tradición y envarado, pijo y caro. A veces leo solo para encontrar en algún sitio palabras que suenen tan bien como cricket. Si no las encuentro, las escribo. Como linde, crápula, botarate, arqueta, vespertino o sotacomeiro, que como nos tiene dicho José Luis Alonso Hernández en su Léxico del marginalismo del siglo de oro (Universidad de Salamanca, 1977) es el ayudante de tahúr. Y la verdad, no sabe uno cómo no está más de moda esa palabra.

A lo mejor hoy, jornada electoral, alguien va por primera vez a votar en su vida. No va a ir con una bufanda y de la mano de su hijo, no es plan. Pero tal vez sienta esa emoción de la primera vez. O esa decepción. La cosa es sentir. Algo. También habrá quien vaya a votar con su hijo o hija pequeña. Porque quiera imbuirle de valores democráticos o porque no tenga con quien dejarlo o porque como es domingo no es plan de separarse del niño ya que este fin de semana nos toca. En el caso de no separación y sí feliz ayuntamiento marital aún y prole, pues se lleva uno al niño, los niños o los gemelos, que para algo los ha tenido uno, no para dejarlos en casa, que son aún muy pequeños y si son grandes la pueden liar parda. Ojalá nadie la líe mucho ayer, hoy y mañana. A la hora de redactar estas notas no había ningún herido ni muchos desmanes, pero aún quedaba jornada. Y toda la de hoy.

Seamos optimistas, animemos a nuestro equipo. Como aquella primera vez, jaleemos el voto y participemos. Total, si ir al colegio electoral no sirve para nada, al menos servirá para acumular un recuerdo más, una vivencia más. Si bien es cierto, otro síntoma de senectud, que hay rachas en las que va uno más a votar que a la taberna. Sin bufanda, ni padre y a ver perder a los tuyos.