Hace falta tener un ego como el Queen Mary 2 de grande para dedicarte a la política. Solo con esa autoconfianza sólida y pagada de sí misma se pueden liderar equipos de fieles y masas de votantes, y salir indemne de la lluvia de dagas que cae sobre todo el que da un paso al frente y anuncia que quiere cambiar el mundo, o al menos mejorar la vida de la gente.

Pablo Iglesias (Madrid, 1978) venía a asaltar los cielos, un reto reservado para los dotados con una ambición desmedida. De momento, está a punto de rascar el techo del Palacio de la Moncloa, pero si algo ha definido la ruta que ha trazado desde su despacho de profesor de Políticas de la Universidad Complutense hasta el de vicepresidente de Gobierno -según Google Earth, apenas 10 kilómetros- ha sido la permanente exposición pública de su ego, un material radiactivo que le sirvió para propulsarse muy rápido, aunque estuvo a punto de abrasarle.

Como en los juegos de sombras chinescas, lleva cinco años viviendo de la mancha que proyecta su figura, pero a la vez huyendo de ella. Hacía falta tener el rostro muy bien armado sobre el hueso de los pómulos para atreverse a ponerlo como logotipo en las papeletas de un partido que irrumpía para representar a los que no se sentían representados. Él aceptó gustoso ser la imagen de Podemos desde el minuto uno de su aventura morada, en las elecciones europeas del 2014, toda una eternidad en el vertiginoso espacio-tiempo de la política española.

Tardó poco Iglesias en marcar su territorio, como hacen los animales más fieros de la sabana, aunque había algo de justicia histórica en aquel ejercicio de numismática ególatra. Al fin y al cabo, había sido su jeta, y no otra, la que se había prestado a ser partida en incontables programas televisivos, aparte de los de su cadena, allá por la era indignada de nuestra historia reciente. En aquellos debates dejó claro que bajo su coleta se escondía una intuición para diagnosticar los problemas del país propia de los grandes estadistas.

Sus primeros éxitos electorales le convencieron de que sus padrastros no eran pedazos de pellejo muerto, sino reliquias de santo, y que su nombre, con solo ser invocado, podía abrir la cancela de la Moncloa como Moisés ante las aguas del mar Rojo. En aquel contexto eufórico, su promesa de alcanzar el cielo por asalto resultaba hasta creíble. Una parte importante de Iglesias se quedó a vivir en Vistalegre I y tardó más de dos años en darse cuenta de que la realidad era más tozuda que su ambición y que el cielo estaba más lejos de lo que alcanzaba su mano.

En el ínterin, la energía que irradiaba su figura empezó a fagocitar compañeros de viaje que fueron cayendo como sacrificios humanos en el altar de un dios azteca. Luis Alegre, Carolina Bescansa, Tania Sánchez, Íñigo Errejón… A la vuelta de unos meses, el parecido de Podemos con su líder era digno del pincel de Antonio López. Hasta su número dos, Irene Montero, dormía en su propio colchón.

Podemos nació con vocación asamblearia y aspiración transversal, pero en muy poco tiempo se había convertido en una formación vertical de carácter absolutista cuyo destino había quedado fiado al de su rostro más visible. Incluso alcaldesas bendecidas por el líder como Ada Colau y Manuela Carmena le afearon excesos de cesarismo.

Si la aventura política de Iglesias fuera una serie, el capítulo más sintomático del relato sería el titulado Chalé de Galapagar. Como si de un culebrón venezolano se tratara, el país entero se lanzó a elucubrar sobre la contradicción de defender «a los de abajo» y tener una piscina con forma de riñón en una de las zonas residenciales más privilegiadas de Madrid. Iglesias retó a los discrepantes y convocó a las bases de Podemos a elegir: o él y su chalé de 2.000 metros cuadrados, o ahí se quedaba el partido para quien quisiera pilotarlo. Una vez más, ganó.

Con todo, los dos acontecimientos más importantes de sus últimos cinco años no han tenido que ver con la política, sino con sus tres hijos: los mellizos Manuel y Leo, que vinieron al mundo de forma prematura en el 2018, y Aitana, que nació este verano. Los que han pasado por ella, saben lo mucho que rebaja los humos la experiencia de los pañales y los biberones.

Sea porque la paternidad le ha hecho ver que la verdadera responsabilidad no se ejerce en un despacho político, o porque ha entendido que no se puede pedir feminismo y dejar un rastro de testosterona a su paso, el Iglesias del último año y medio tiene otro talante, otro gesto y otra entonación en el habla.

A él, que enseñó los dientes cuando le recordó al PSOE «su pasado de cal viva», había que verle en los debates de abril ejerciendo de monje zen entre Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Casado. Dicen los expertos en demoscopia que aquel aire conciliador le permitió soldar su suelo electoral. Que ha aprendido a domesticar su ego lo prueba la disciplina con que aceptó quitarse del medio cuando Sánchez le vetó en julio. Que ahora esté más manso no significa que haya perdido el olfato: sabía que aquel amago era un farol. En sus mítines de la última campaña, su imagen entre los asistentes micrófono en mano recordaba a la de un profesor que comparte preocupaciones con sus alumnos. Si prospera el Gobierno de coalición, el tiempo dirá si esta versión beta de aquel macho alfa puede convivir en el mismo gallinero con Sánchez, otro que tal baila.