No es coyuntural. No es impostado. No es postureo diseñado por spin doctors. El presidente del PP, Pablo Casado, goza de un buen nivel de autoestima y trata de contagiar su actitud optimista y positiva al resto de un partido que, desde que se dio de bruces con la realidad de la corrupción y de una moción de censura, el pasado verano, vive atorado y expectante. ¿Cuántos escaños se perderán por el camino hasta el 28-A?, se preguntan los que tienen dibujada en su carnet de afiliado una gaviota. Los vaticinios de los sondeos pueden revertirse el domingo, pero de momento son tozudos y sitúan el umbral por debajo de los cien. Un descalabro importante para una organización que ha estado varios años en el Gobierno y ha gozado de aplastantes mayorías absolutas.

Que el partido ya no es el que era se demostró en las elecciones andaluzas. Un resultado catastrófico. Que la política tampoco es la que fue antaño, y mucho menos la derecha española, quedó asimismo patente en la misma cita electoral, donde el aspirante popular, Juan Manuel Moreno, llegó a ser presidente pese a su pírrico marcador de la mano de Ciudadanos y con las bendiciones externas de Vox. La ultraderecha. Es evidente que ese espacio electoral tiene ahora tres abanderados, que se miden y se azuzan (véanse los debates) sin llegar a partir peras, por lo que pueda pasar.

A unas horas de sus primeras elecciones generales, cuando solo lleva 10 meses en el despacho presidencial de la sede del PP en la madrileña calle de Génova, Casado trata de dejar en segundo plano lo que dice la demoscopia y de convencer. Primero, a los de fuera, para que le voten a él, y después a los de dentro para que no tiren la toalla o abran la puerta a una crisis interna antes de que llame al timbre. Insiste en que aún hay una oportunidad. Él se ve capaz de darle la vuelta a la situación y reclama fe en su estrategia. Es un taller de autoestima ambulante. Y mucho. Si no, que se lo pregunten a su equipo de colaboradores más cercanos y a los periodistas que cubren su partido y su caravana electoral, extenuados de tanto arrastrar la maleta por España detrás del candidato.

El líder de los populares sabe de sobra que no va a vencer, pero confía en poder gobernar si las tres derechas suman. Ansía no perder el control de la situación, para lo que trata de subir unos escalones de la profunda escalera que parece haber bajado (hasta el 23% del voto tendría que llegar, según calcula). A fin de que su objetivo se cumpliese, Albert Rivera debería aguantar el tirón y Santiago Abascal cumplir con las expectativas creadas. Todo eso, en 48 horas.

Un ‘pack’ de anestesia

En ese escenario, Casado dirigiría un partido venido a menos, pero desde la Moncloa. El golpe en votos llegaría acompañado de un potente pack de anestesia, como ocurrió en Andalucía. Pero si no lo logra, se encontrará con unas filas desconfiadas y temerosas que tendrán que enfrentar, en cuestión de días, otra campaña electoral y otras elecciones, las autonómicas, municipales y europeas del 26 de mayo, con un desgaste importante.

Es probable que si eso es lo que ocurre, el jefe del PP tire una vez más de su célebre autoestima para intentar repartirla entre sus huestes, que tampoco podrán permitirse demasiada contestación o crítica interna en (otras) vísperas electorales. Eso sí, habrá quien exija más autonomía entonces para decidir su propia estrategia de campaña sin supervisión de la cúpula. Y todos mirarán de reojo al gallego Alberto Núñez Feijóo, el barón con más poder del que la mayoría esperaba que diera un paso al frente para sustituir a Mariano Rajoy. No lo dio cuando tuvo oportunidad.

Para sorpresa de todos, Casado y su autoestima sí lo hicieron, ganándole un congreso a Soraya Sáenz de Santamaría e imponiendo una vuelta a las esencias -esto es, la derechización del PP- y a la ascendencia de Aznar para intentar recuperar terreno perdido a manos de Vox.

El presidente del PP ha preparado el terreno en estas semanas: ya ha explicado a los periodistas que no dimitirá sea cual sea su resultado porque él es un recién llegado al que le ha caído un examen final que no estaba previsto en el calendario. Que tiene tiempo para remontar y mucho futuro por delante. Y una buena autoestima, aunque no lo diga.