Si la cadena agroalimentaria es el sistema que articula equilibradamente las actividades de todos los actores que agregan valor a los productos desde el campo a la mesa, aquí, de eso, no tenemos. Aquí tenemos unas esposas, con muy pocos eslabones en medio y muy grandes, y grilletes en los extremos que nos tienen esclavos a agricultores y consumidores, que somos los que producimos y pagamos. La cadena agroalimentaria cumple hoy un mero papel logístico: coge cosas de un lado, las prepara y las deja en otro. Coge cada año en las explotaciones agrarias una producción por valor de 40.000 millones y las deja en la cesta de la compra, la de aquí o la de fuera, cobrando 150.000 millones de euros. Pero ese valor añadido generado no lo reparte de forma equilibrada, ni proporcionada al esfuerzo que realiza cada eslabón.

En España entró en vigor hace más de tres años la Ley 12/2013, para «mejorar el funcionamiento y la vertebración de la cadena alimentaria, en beneficio tanto de los consumidores como de los operadores que intervienen en la misma». Salvo el épico esfuerzo de la AICA por cumplir su papel con escasas competencias y medios, el Ministerio de Agricultura ha gastado este tiempo en propaganda para dar una apariencia de eficacia. Pero, casi todo sigue igual. A los agricultores y ganaderos nos siguen imponiendo los precios a los que compramos los inputs y vendemos nuestras producciones, y a los consumidores los precios de la alimentación nos los suben entre un 1% y un 2% cada año, habiendo arañado para la saca de la industria y distribución otros 1.500 millones cuando llega diciembre.

Sé que suena a rancio, pero para entendernos, los intermediarios siguen llenando sus alforjas a costa de unos consumidores a los que no les suben ni los sueldos, ni las pensiones, y de unos productores a los que no se nos paga, en muchos casos, ni los costes de producción. Y mientras, al final de la cadena estamos unos sufridos consumidores que cada año pagamos más por llenar un poco menos el frigorífico. Según el Ministerio, entre 2013 y 2016, mientras el IPC general bajaba un 0,9 %, el de alimentación subió más de un 2,2% y en 2016, pagamos 600 millones habiendo comprado 200.000 toneladas menos de alimentos.

En Francia, no han sido raros los acuerdos interprofesionales de fijación de precios, ni las duras llamadas de atención de su Gobierno a las grandes industrias francesas contra la insostenibilidad de precios injustos a los productores y la banalización de su producción alimentaria.

Ahora nuestros vecinos, nada sospechosos de ser unos antisistema o antieuropeístas, dan un paso más y, en el marco de una hoja de ruta que define su política de alimentación para los próximos cuatro años (¡qué envidia!), presentan un proyecto de Ley para el equilibrio de relaciones comerciales en agricultura y alimentación, que se marca como objetivo principal «permitir al agricultor el pago de precios justos y permitir a todos en la cadena vivir dignamente». En otras palabras: romper grilletes, liberar esclavos. Veremos cuál es el recorrido de la Ley francesa. El de la Ley española ya lo hemos visto y desde la Unió pedimos desde hace tiempo que hay que revisarla. Ya hay quien muestra el camino de cómo. ¿Será nuestro Gobierno capaz de hacerlo?