Todos tenemos sed de alegría y de felicidad, un deseo inscrito en el corazón humano. Hemos sido creados para ser dichosos y felices: es el proyecto creador y salvador de Dios.

Sin embargo, vivimos en un mundo escaso de alegría. El dinero, el confort, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación. La sociedad tecnológica con sus avances no engendra verdadera alegría. A la vez, el mundo se ve acosado por muchos problemas, el futuro está gravado por incógnitas y temores; no faltan dificultades personales y sociales, contrariedades y sufrimientos en la vida; muchos sienten la soledad, sufren el abandono o quedan descartados; la enfermedad toca a nuestra puerta y la muerte aparece entre los nuestros.

La Palabra de Dios nos invita a «alegrarnos en el Señor» (Flp 4,4), a vivir «alegres en la esperanza» (Rom 12,12), a no dejarnos contagiar por la tristeza y a esperar la alegría plena y eterna. En medio de las dificultades tenemos necesidad de conocer, vivir y ofrecer la alegría que brota de la fe y de la esperanza cristianas. Hemos de valorar y disfrutar las múltiples alegrías que Dios pone en nuestro camino; la alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Pero la fuente de la verdadera alegría está en el encuentro o reencuentro con el amor salvador de Dios en Cristo resucitado.

La alegría cristiana es un don del Espíritu Santo. No es la alegría propia del optimista o el gozo por una meta lograda. No se asemeja a un estado artificial y eufórico. No está reñida con el sufrimiento, que subsiste en la existencia cristiana (cf. 2 Cor 1,3-5). Es esencialmente apostólica y comunicativa; tiende a desplegarse en una vida activa y necesita transmitir a los demás el contenido y el motivo de su vivencia interior.

*Obispo de Segorbe-Castellón