Con la alegría y la certeza de sabernos amados por Dios, acompañados por el Señor resucitado y alentados por el Espíritu Santo acabamos de comenzar un nuevo curso pastoral. Como Iglesia diocesana queremos seguir trabajando juntos «por una parroquia evangelizada y evangelizadora», como reza nuestro Plan Pastoral. Este año nos centramos en su tercer objetivo; y, en concreto, en la liturgia y la iniciación cristiana, de la que ya traté algo en la última carta. Fijémonos hoy en la primera.

El centro de la liturgia es la Eucaristía en la que actúa Cristo mismo a través de su Iglesia y actualiza el misterio pascual, su muerte redentora y su resurrección vivificadora. También forman parte de la Liturgia los otros sacramentos, la Liturgia de las horas, las bendiciones, etc.

Con palabras sencillas podemos decir que la liturgia es la celebración comunitaria de la fe, en la que los creyentes, unidos a toda la Iglesia, nos encontramos con Dios que viene a nuestro encuentro en Cristo Jesús. En la liturgia, Dios mismo se hace presente entre nosotros, nos habla a cada uno, aquí y ahora, y espera nuestra respuesta. En la liturgia, Dios mismo renueva y prolonga los maravillosos acontecimientos de nuestra salvación.

El Concilio Vaticano II destacó claramente que, en la liturgia, el primado corresponde a Dios, y no a nosotros. Dios es lo primero de todo. Dios es quien habla y actúa en favor nuestro. Él es quien nos une y reúne como asamblea. El Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, mostró mucho interés por la renovación de las celebraciones litúrgicas. Desde entonces, este documento ha sido punto de partida para enriquecer las celebraciones de la Iglesia. Nuestras celebraciones han mejorado en la forma y en el fondo, y los fieles participan de manera más activa, pero aún queda camino por andar para promover el verdadero espíritu.

*Obispo de Segorbe-Castellón