La Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, el 14 de septiembre, nos invita a reflexionar sobre el sentido de la Cruz. Muchos quizá se preguntarán por qué los cristianos celebramos la Cruz, que es un instrumento de tortura, un signo de sufrimiento, de fracaso y derrota. Es verdad que la cruz tiene todos estos significados. Es más: en tiempos de Jesús, la cruz era la más vil de todas las condenas a muerte.

Sin embargo, a causa de que quien muere en la cruz es el mismo Hijo de Dios y lo hace por nuestros pecados y por nuestra salvación, la Cruz representa también el triunfo definitivo del amor de Dios sobre todos los males del mundo. Desde entonces, la Cruz ya no es sinónimo de maldición sino de bendición. Porque «Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3, 16).

La Cruz es pues la manifestación suprema del amor de Dios hacia toda persona humana y hacia la creación entera. En la Cruz, Cristo nos manifiesta que Dios es Amor: un amor compasivo y misericordioso, eternamente fiel a sí mismo y a sus criaturas. Por puro amor, Dios nos llama a la existencia, nos crea a su imagen y semejanza, y nos invita a participar de su misma vida. Dios no es un competidor del ser humano, ni tiene celos de su deseo de libertad y de felicidad. Dios quiere que el hombre viva, que sea verdaderamente libre y eternamente feliz. Engañado por la serpiente, Adán se apartó de la confianza filial en Dios y pecó comiendo del fruto del único árbol del jardín que le había sido prohibido; quiso ser como Dios al margen o en contra de Dios. Se rompió así la comunión del hombre con Dios, con los demás, consigo mismo y con la creación. Pero el amor de Dios por su criatura es tal que no la abandona ni siquiera cuando en uso de su libertad rechaza su amor. Dios mismo sale a su encuentro.

*Obispo de Segorbe-Castellón