En mi carta anterior decía que, si somos sinceros, reconoceremos que hemos pecado y que estamos necesitados de perdón y de reconciliación. Ello nos llevará a ponernos en camino para pedir perdón y dejarnos reconciliar con Dios y con su Iglesia en el sacramento de la Penitencia. Para dar este paso son necesarias la luz y la gracia de Dios, que iluminan nuestro alejamiento de Dios y sus caminos por nuestros pecados, y la fuerza para volver a la casa del Padre; pero también es necesaria mucha humildad para reconocer nuestros pecados y abrirnos a la misericordia de Dios y al don de su perdón y de su reconciliación.

La Sagrada Biblia nos muestra que Dios es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en piedad; Dios siempre está dispuesto a perdonarnos. El salmo 102 es una bella meditación sapiencial de la bendición de Dios, que perdona a su pueblo y protege a sus fieles.

Todos tenemos necesidad de Dios, que se acerca a nuestra propia debilidad, que se hace presente en nuestra enfermedad, que, como buen Samaritano, cura nuestras heridas con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza (cfr. Lc 10, 25-36). Dios en su infinita misericordia nos espera para darnos el abrazo del perdón como al hijo pródigo perdón, y se alegra cuando volvemos a casa.

Aunque deseemos sinceramente hacer el bien, la fragilidad humana nos lleva a caer en la tentación y en el pecado. Por designio de Dios, la Iglesia continúa la labor de curación de los hombres de todos los tiempos. Dios cura nuestras heridas y nos lleva a la posada, la Iglesia, en la que dispone que nos cuiden y donde anticipa lo necesario para costear los cuidados como en la parábola del samaritano. Cristo encomendó a su Iglesia el cuidado de sus hijos. H

*Obispo de Segorbe-Castellón