Hace diez años que empezó la crisis. Hace diez años vivíamos tan tranquilos sin tener ni idea de lo que se nos venía encima. Bueno, es un decir, porque antes de la crisis también había precariedad. Ya existían los contratos de una hora. La diferencia es que no imaginábamos que podríamos caer tanto. Era contranatural la sola idea de vernos retrocediendo en derechos, bienestar y estabilidad. En esa época los jóvenes protestábamos porque éramos mileuristas y no podíamos comprarnos un piso. Ahora ser mileurista es ser un privilegiado. Nuestra situación era enormemente frágil, pero lo cierto es que nos movilizábamos más bien poco.

Tiempo después puede que sí redescubriéramos la importancia de los vínculos que nos hacen depender de los demás. Muchos canalizaron su malestar a través del activismo político, las protestas y las reivindicaciones, una nueva pertenencia a la comunidad, tan despreciada en otras épocas. Pero al lado de la recuperada solidaridad intergeneracional, qué remedio, la crisis también ha hecho estragos en lo más íntimo de cada uno. No solo por las consecuencias directas de la falta de recursos, también porque las relaciones más importantes, familiares o sentimentales, sometidas a una presión tan salvaje sostenida en el tiempo, acaban por sufrir grietas significativas.

*Escritora