Celebramos este domingo, 17 de noviembre, la Jornada Mundial de los pobres. El papa Francisco, al final del Jubileo de la Misericordia, quiso ofrecer a la Iglesia esta Jornada, con el fin de que «en todo el mundo las comunidades cristianas se conviertan cada vez más y mejor en signo concreto del amor de Cristo por los últimos y los más necesitados». En este día queremos fijar la mirada en quienes tienden sus manos clamando ayuda y pidiendo nuestra solidaridad. Ellos son nuestros hermanos, creados y amados por el Padre celestial.

El Papa ha elegido como lema para el mensaje de este año las palabras: «La esperanza de los pobres nunca se frustrará» (Sal 9,19). «Ellas, nos dice, expresan una verdad profunda que la fe logra imprimir sobre todo en el corazón de los más pobres: devolver la esperanza perdida a causa de la injusticia, el sufrimiento y la precariedad de la vida». El salmo describe con duras palabras la actitud de los ricos que despojan a los pobres. A pesar de todo, nos invita a la esperanza: nos enseña que el pobre «confía en el Señor», porque tiene la certeza de que nunca será abandonado.

Jesús se identificó con cada uno de los pobres: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Olvidarlo equivale a falsificar el Evangelio. El Dios que Jesús nos revela es el de un Padre generoso, misericordioso, inagotable en su bondad y gracia, que ofrece esperanza sobre todo a los que están desilusionados y privados de futuro.

Por supuesto, los pobres piden comida y otros tipos de ayuda; pero lo que realmente necesitan va más allá. Los pobres necesitan nuestras manos para reincorporarse, nuestros corazones para sentir de nuevo el calor del afecto, nuestra presencia para superar la soledad. Sencillamente, ellos necesitan sentir el amor de Dios.

*Obispo Segorbe-Castellón