Un año más estamos ante la celebración del 8 de marzo, día internacional de las mujeres. Hace años empezó llamándose día de la mujer trabajadora. Hoy sabemos que ese nombre no solo conllevaba una reducción, sino que además asumía que solo cuenta el trabajo fuera de casa. El 8 de marzo celebramos el hecho de ser mujeres, en toda la diversidad que esto implica. Y, además, reivindicamos que es el día para todas las mujeres, porque todas trabajamos, dentro y fuera de casa. Con ello proclamamos un orden nuevo, un sentido nuevo para entender lo que es la vida, la democracia, el trabajo, las relaciones entre las personas… En definitiva, la igualdad y libertad que todo ser humano ha de tener concedidas por el hecho de serlo. Es, por tanto, un día de celebración, pero también de reivindicación. A las mujeres no se nos olvida que aún necesitamos conquistar muchos derechos, y muchos espacios, y tiempos. Todo ello es parte del feminismo hoy, de la llamada cuarta ola.

Hemos visto en los dos años anteriores, 2018 y 2019, huelgas y manifestaciones del 8 de marzo tan multitudinarias que se habla de emergencia feminista. Pareciera que las feministas han brotado como un champiñón, ¡de repente, y porque de causalidad ha llovido! No es así, el feminismo tiene una genealogía, unos orígenes remotos en el tiempo y una conciencia que ha llevado a luchar sin cesar durante siglos. La emergencia feminista de hoy es el fruto de toda esa conciencia acumulada, de toda esa tensión por vivir generación tras generación en desigualdad, por el hartazgo de la injusticia que supone vivir con una cultura machista que nos trata con múltiples formas de violencia. Cuando el lenguaje democrático se ha instalado en nuestro lenguaje común, nos hemos dado cuenta de la gran mentira que las democracias suponen para las mujeres: las estructuras organizadas por las democracias no nos tratan en igualdad. Informes a nivel mundial, pero también estatal, nos hablan de la brecha salarial, de la infrarrepresentación de las mujeres en los puestos de poder y decisión, de la desigualdad en las escalas profesionales, de la violencia sexista con que se nos trata, de la cultura machista que nos rodea, de la imposibilidad de la conciliación de trabajo y cuidados. Esa es la democracia que vivimos, muy lejos de la que nos dicen. Por si fuera poco, a las mentiras democráticas que nos cuentan se suma el nuevo mantra del sistema mundial del capital. Este se resuelve en la idea de que todo tiene que ser rentable y eficaz para el mercado si quiere tener un sitio y un valor en la sociedad. Algunos partidos se han tomado este mantra neoliberal tan en serio que para integrar a las mujeres en la maquinaria del capital intentan convertir la igualdad en algo útil, que sirva para esa maquinaria.

Pues así no, así no, señores del capital. La igualdad no se puede medir en rendimiento financiero. La igualdad es un punto de partida, no tiene precio, pero marca el valor que tiene una democracia. Sin igualdad, entre hombres y mujeres, pero también entre otros colectivos, no hay democracia.

La superación de la crisis de 2008 se ha hecho creando más desigualdad, como nos dicen informes económicos de referentes mundiales (World Inequality Report). La brecha entre personas ricas y pobres ha aumentado de forma espectacular. El trabajo se ha precarizado, y las mujeres suelen ser las que no tienen trabajo pagado, las que ocupan peores sitios y las que tienen peor remuneración.

Por todo ello, afirmamos que el feminismo no sólo quiere igualar las mujeres a los hombres en derechos, oportunidades y legitimidad; el feminismo quiere transformar el mundo. ¿De qué nos sirve estar igualadas a los hombres en precariedad, injusticias y falta de recursos? ¡Algo es algo!, dirán algunas. Como la política democrática es precisamente eso, luchar a través del diálogo por mejorar las condiciones de las personas, seguiremos con el feminismo como forma clara y contundente de seguir reivindicando una igualdad que nos lleve a un mundo mejor, con más justicia y solidaridad.

Las mujeres no queremos entrar como iguales en un mundo en el que la pobreza, la precariedad y las políticas de rapiña sean la norma. Que nos oigan: ¡queremos cambiar el mundo! Las generaciones pasadas, las presentes y las futuras merecemos cambiar el modelo de mundo que el capitalismo patriarcal nos ofrece. Un mundo acechado por graves problemas de envergadura planetaria. Las feministas luchamos día a día contra situaciones a veces ridículas, a veces graves y violentas; pero esas luchas cotidianas tienen un contexto que no perdemos de vista: estamos reclamando, en lo pequeño y en lo grande, en lo personal y en lo colectivo, en lo local y en lo global, entender la vida de forma más humana, más justa, igualitaria y libre.

Las mujeres queremos que la vida tenga un sentido que no se mida en capital, y que no nos utilicen para aumentar la riqueza de unos pocos. Las feministas tendemos la mano a todas aquellas personas que anhelen un sentido de la vida con dignidad plena. El trabajo es mucho, no sabemos cuántas olas quedan por batir, pero la de ahora, la cuarta ola, nos necesita a todas y todos (¡Y NO, los hombres ya no podéis mirar a otro lado!).

*Directora del Instituto Universitario de

Estudios Feministas y de Género

Purificación Escribano, UJI