El domingo próximo celebramos la solemnidad del Corpus Christi --del cuerpo y la sangre de Cristo-- y la tradicional procesión de la sagrada hostia por nuestras calles. En este día, los católicos manifestamos nuestra fe en la presencia real, sacramental y permanente de Jesucristo en la eucaristía y ofrecemos al mundo el amor y la misericordia de Dios.

El Corpus Christi es una magnífica ocasión para entrar en el corazón del misterio de la eucaristía. Todos deberíamos empeñarnos en que esta fiesta recobre una mayor participación en la misa y en la procesión de todo el pueblo de Dios. Necesitamos avivar la fe y el aprecio por la eucaristía: es el bien más precioso que tenemos los cristianos. Es el don que Jesús hace de sí mismo, revelándonos y ofreciéndonos el amor y la misericordia infinitos de Dios por la humanidad, por cada hombre y mujer y, de manera muy especial, para los más pobres y necesitados.

Cuando celebramos con fervor la eucaristía y cuando adoramos con devoción a Cristo presente en el sacramento del altar se aviva en nosotros la conciencia de que donde hay amor brilla, también, la esperanza. Donde el ser humano experimenta el amor se abren para él puertas y caminos de esperanza. El hombre, todo hombre, necesita un amor absoluto e incondicionado para encontrar sentido a la vida y vivirla con esperanza. Y este amor es el amor de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Cristo y que tiene su máxima expresión sacramental en la eucaristía, fuente inagotable del amor.

Cuando se vive la eucaristía, se descubre también que la eucaristía es el gran sacramento de la esperanza, anticipo de los bienes definitivos a los que todos aspiramos y esperamos en lo hondo de nuestro corazón. H

*Obispo de Segorbe-Castellón