Hoy hace una mañana espléndida. En la ciudad donde vivo, la primavera siempre está pasada por agua, por lo que cuando la luz del sol entra sin permiso entre las rejillas de la persiana, desata en mi estado de ánimo una dosis de vitalismo que me invita a saltar de la cama para salir a caminar.

Mi hija, que es la primera que se levanta, ya ha hecho café. Me sirvo una taza con mucha leche condensada para encubrir el sabor provocado por las gotas de haloperidol, cuyo consumo siempre me obliga poco menos que a vaciar el frasco de enjuague bucal de marca blanca que tengo al lado de la espuma de afeitar,también de marca blanca, que guardo en el cuarto de baño. Ingiero un par de tragos del elixir con sabor a menta y aloe vera.

Es como si hiciera gárgaras de orina, pero es el mejor remedio para ocultar el aliento otorgado por una prescripción facultativa que, según prospecto, suaviza mi locura transitoria.

Veo que mi mujer está preparando el carrito de la compra. Le consulto si me puedo unir a ella para ir al supermercado. Le pregunto si la puedo acompañar porque dice que la despisto con la lista de la compra.

Transitando entre las góndolas de los productos expuestos y esquivando las isletas que exhiben artículos 2x1, un matrimonio de edad avanzada me detiene para averiguar si yo era Carlos, el que había salido en el periódico local el día anterior. Les devolví un gesto afirmativo.

Me preguntaron si les podía atender. Solo me robarían un segundo, dijeron. Busqué a mi mujer con la mirada y la hallé en la cola de charcutería. Antes de dirigirme a ella, pedí al matrimonio que esperara.

Ya pegado a mi esposa le hago saber que la pareja de señores mayores de al lado de la nevera de yogures querían hablar conmigo. «Voy a tomarme un café con ellos, ¿vale?». Me contestó: «Bien, pero necesitaría tu ayuda para cargar con las bolsas».

Él se llamaba Luis y ella Manuela, aunque prefería que le llamara Manolita. Me contaron (o más bien me contó Manolita, que llevaba las riendas de la conversación) que tenían un hijo con mis mismos años. Un excelente estudiante que fue el número uno de su promoción universitaria cuando cursaba la carrera de derecho, me exponía, con los ojos vidriosos y una sonrisa a media vela.

Concluida la disertación, que había crecido considerablemente alimentada por una exhaustiva descripción de los síntomas y rarezas de su hijo, Luis aparcó su silencio para solicitarmee el contacto de algún especialista que pudiera curar a su hijo.

Le manifesté que las patologías psíquicas no se curan, solamente se tratan, pero que les podía recomendar algún experto que les asesorara.

De repente suena el teléfono móvil de Manolita, intuí que la persona que le había llamado era su hijo. Frases del tipo «¿dónde estás?» «¿qué quieres?» o «pasa por aquí, estamos en la cafetería que está al lado del súper», confirmaban mis sospechas.

Efectivamente era su hijo Adolfo, el protagonista de la historia. «Adolfo viene hacia aquí», le comunicó a su esposo. «Carlos, ¿te puedes quedar y así lo conoces?», exclama, esperando una réplica afirmativa por mi parte. «No sé… ¿y si le parece mal? ¿no sería mejor quedar otro día…?», enuncié con pudor.

Su hijo apareció sin haberme dado tiempo para acabar mis excusas. Resulta que vivían en un edificio cercano. «Siéntate, Adolfo. Mira, este es Carlos el chico del recorte que tengo en casa» apostilla la madre.

Adolfo, que me miraba como si le debiera dinero y sin contestar a su madre, me reclama explicaciones con preguntas como «¿Qué quieres? ¿Qué te han contado de mí? ¿Le vas a sacar dinero a mis padres? ¿Los has metido en tu cartera de fans para hacer crecer tu ego?». Medio asustado por sus ofensas, tomé impulso para levantarme y salir del bar, pero Luis, me sujetó.

Tartamudeando a gritos dije: «¿pero tú de que vas? Yo ni siquiera conozco a tus padres, fueron ellos los que…».

Manolita a punto de marearse nos envuelve con sus brazos a los dos y nos pidió con angustia que nos sentáramos y que pidiéramos algo. Con otro tono, Luis, que ahora estaba más abierto, explicaba la situación a su hijo.

Adolfo pareció haber entendido la aclaración de los hechos. Un amago de disculpa a punto de salir de sus labios fue censurado velozmente por mis palabras de apoyo y complicidad.

Empezamos una disertación distendida entre los cuatro, donde no cabían los reproches. De los cortados pasamos a los chupitos de wiski. Luis pidió la cuenta, Manolita le dio la mano y nos dejaron a solas. Nos deleitamos con la exposición de nuestros síntomas psicóticos, sorprendiéndonos de la similitud a la hora de sufrirlos.

Lo que más nos ahogaba, era el daño que sin querer hubiéramos causado a gente que apreciábamos. Tras un par de horas, nos despedimos golpeando nuestros puños sin la necesidad de volvernos a ver.

*AFDEM