En mayo, mes dedicado a la Virgen María, podemos contemplarla como «mujer eucarística» (san Juan Pablo II): la Virgen nos enseñará a creer, celebrar, amar, adorar y vivir la Eucaristía. Lo importante de la relación de María con la Eucaristía es su actitud interior y el hecho de que María está de algún modo presente en cada Eucaristía. María nos enseña a creer en el misterio de la fe de la Eucaristía. Ella creyó que el niño concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo era el hijo de Dios; a nosotros se nos pide creer que el mismo Jesús, hijo de Dios e hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies del pan y del vino. María dijo hágase; a nosotros se nos pide decir amén, así lo creo, al recibir el Cuerpo de Cristo.

En su visita a Isabel, María lleva ya en su seno al Hijo de Dios y se convierte, de algún modo, en el primer Sagrario y la primera misionera: María lleva a su Hijo al encuentro con Isabel. Recibir a Jesús en la Eucaristía y su adoración en el Sagrario, nos impulsa como a la Virgen a salir y llevar a otros al encuentro con el Señor. María vivió la dimensión sacrificial propia de la Eucaristía en toda su vida; la profecía de Simeón prefigura el dolor de María al pie de la cruz; toda su vida fue «una eucaristía anticipada» y nos enseña a hacer de nuestra vida una ofrenda permanente a Dios y a los hombres.

En la Eucaristía se hacen presentes también las palabras a María y a Juan: «He aquí a tu hijo y he aquí a tu madre». Vivir la Eucaristía implica recibir, como Juan, a María como madre: ella nos enseña a vivir unidos a Cristo como ella y a dejarnos acompañar por ella para conformarnos con Cristo y ser sus discípulos misioneros. Igualmente, la comunidad cristiana en cada Eucaristía hace suyas las palabras de Magnificat y da gracias a Dios por el misterio pascual, la muerte y resurrección de Jesús hasta que él vuelva al final de los tiempos.

*Obispo de Segorbe-Castellón