En la fiesta de Todos los Santos, el día 1 de noviembre, recordamos a esa muchedumbre innumerable de hombres y mujeres de todo tiempo y nación, edad, estado y condición que han alcanzado la santidad como regalo y gracia de Dios. Ellos acogieron con humildad y generosidad el amor y la vida de Dios en su vida terrena. De la mayoría no conocemos su nombre, porque no han sido canonizados por la Iglesia, es decir, no han sido reconocidos como santos ni propuestos a todos los fieles como ejemplos de santidad y vida cristiana. Pero por la fe sabemos que gozan ya para siempre del amor y la gloria de Dios. La fiesta de Todos los Santos nos habla del cielo, como nuestra patria y nuestro destino definitivo. Todos estamos llamados a la santidad y podemos alcanzarla con la ayuda de la gracia, como nos recuerda el papa Francisco en su Exhortación Gaudete et exultate.

Y junto a los santos, en este mes recordamos también a los fieles difuntos, en especial el día 2. Son todos aquellos hermanos nuestros que han partido ya de este mundo y han sido salvados por la sangre de Cristo, pero todavía no disfrutan a plena luz de la gloria de Dios. Quienes mueren en la gracia y amistad con Dios, pero imperfectamente purificados, pasan por una purificación ante Dios a fin de obtener la santidad necesaria. Dicha purificación comporta dolor y alegría. Dolor porque quema lo impuro que hay en ellos, y alegría porque sabemos que van a ser totalmente de Dios. Nosotros podemos y debemos pedir por esas personas. Ya desde el siglo II, la Iglesia reza por los difuntos. Es costumbre cristiana ofrecer la santa misa y otras oraciones, sacrificios, trabajos y sufrimientos por nuestros hermanos difuntos. Podemos y debemos orar por los difuntos. No dejemos de encargar misas por nuestros difuntos, ofreciendo el estipendio señalado. La misa por un difunto es de gran alivio para ese ser querido.

*Obispo de Segorbe-Castellón