La Cuaresma es tiempo de gracia y de salvación; es un tiempo fuerte de escucha de la Palabra de Dios, que nos llama a la conversión de mente y corazón a Dios, tiempo para la reconciliación con Dios y los hermanos, y de recurso más frecuente a «las armas de la penitencia cristiana»: la oración, el ayuno y la limosna (cf. Mt 6, 1-6; 16-18).

La oración, el ayuno y la limosna son los medios que nos preparan para este encuentro salvador con Dios. Ese triple ejercicio nos ayuda a que el paso de Dios por nuestras vidas no sea en vano.

La oración es estar con Dios. Como dice Santa Teresa de Jesús, la oración no es otra cosa «sino tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama». Quien está a solas y en silencio con Dios, se deja hablar e interpelar por Él. Dios nos habla de muchas maneras: a través de las personas, de los pobres, de los acontecimientos, pero sobre todo y de modo especial por su Palabra.

Junto a la oración, el Señor nos propone el ayuno. Hemos de ayunar no solo de alimentos materiales, sino también de aquello que bloquea o dificulta nuestra apertura a Dios y al hermano necesitado; ayunar de todo aquello que favorece los vicios, las pasiones, las ataduras a las cosas y el egoísmo. Ayunar es autocontrol, negación de sí mismo, ascesis, renuncia a las cosas superfluas, incluso a lo necesario, para que su fruto redunde en ayuda a los más necesitados.

Junto a la oración y al ayuno, el Señor nos propone el ejercicio de la limosna, que se expresa en las obras de caridad hacia los más necesitados de cerca o de lejos. Hemos de saber compartir nuestro dinero; pero también nuestro tiempo y nuestra preocupación activa por el bien del otro. Necesitamos aligerar nuestras mochilas para recorrer con presteza el itinerario cuaresmal. Así conseguiremos llegar llenos de alegría a la meta de la Pascua.

*Obispo de Segorbe-Castellón