Al inicio del mes de noviembre celebramos la solemnidad de Todos los Santos, el día uno, y la conmemoración de todos los difuntos, el día dos. La fiesta de Todos los Santos es ocasión propicia para elevar la mirada de las realidades terrenas, marcadas por el tiempo, a la dimensión de Dios, la dimensión de la eternidad y de la santidad, de la dicha y la felicidad para siempre. Este día nos recuerda que de todo bautizado está llamado a la santidad.

En la conmemoración de los fieles difuntos, por su parte, recordamos a nuestros seres queridos que ya nos han dejado, y a todas las almas que están en camino hacia la plenitud de la vida, precisamente en el horizonte de la Iglesia celestial. Esta fiesta responde a una larga tradición de fe en la Iglesia: orar por aquellos fieles que han acabado su vida terrena y que se encuentran aún en estado de purificación en el Purgatorio. Nuestra oración por los muertos es, por tanto, no sólo útil sino también necesaria, porque no solo les puede ayudar, sino que al mismo tiempo hace eficaz su intercesión en favor nuestro.

La oración por los difuntos y la visita a los cementerios, a la vez que muestran nuestro afecto por los que nos han amado en esta vida, nos recuerda que todos tendemos hacia otra vida, más allá de la muerte. Hacemos así profesión de nuestra fe en la vida eterna, en la resurrección de la carne, en la esperanza de llegar a la bienaventuranza eternidad y de nuestra confianza en la misericordia de Dios, necesaria para que quienes han muerto sean purificados de sus faltas, y de la comunión con quienes nos han precedido en el Señor. No podemos dejar de confiar en Dios para los que esperan y confían en él. En su misericordia, Dios nos ha pensado junto a él para siempre. Por eso rezamos por nuestros difuntos. San Agustín decía: «Una lágrima se evapora, una rosa se marchita, sólo la oración llega hasta Dios». H

*Obispo de Segorbe-Castellón