Todo sería más fácil de comprender si el culpable fuera un dios loco y no un puñado de hombres que un día fueron niños. No entendemos. Y por eso venimos aquí y dejamos flores y velas y cartas que nadie leerá. Asideros para combatir la soledad. La nuestra y la de ellos. Algunos venimos con los rezos aprendidos. Otros, inventamos oraciones. Estrenamos palabras de duelo y de consuelo. Respiramos hondo y tratamos de llenarnos de los restos de un último aliento, del aire que acarició unos cabellos, unas manos, unos cuerpos. Padre nuestro… o madre o espíritu. No importa lo que seas ni dónde estés. Si en el cielo o en la tierra. Aunque ellos ya no existan, aunque tú tampoco existas, que se haga nuestra voluntad. Sí, la nuestra. Un reino de paz y pan y libertad. Padre nuestro o madre o espíritu, líbranos del mal. De nuestro mal. Y del odio. Para que no nos despertemos con la luz mortecina de la rabia y la pena. Para no vivir buscando a los culpables en cada rostro desconocido. Para no habitar un mundo de hombres sin humanidad. Si estás ahí, junto a ellos, junto a los que hemos perdido, léeles nuestras cartas recién escritas. Déjales oler las flores antes de que se pudran. Y, esta noche, la primera noche que pasarán sin nosotros, muéstrales la luz de las velas. La luz de nuestro desconsuelo, de nuestro amor. Amén. H

*Periodista