La palabra celebrar supone una manifestación alegre, satisfactoria. El lector comprenderá que yo me niegue a decir que hemos celebrado los 80 años de la guerra civil y la consiguiente implantación del franquismo. Ochenta años son muchos y suponen la aparición de nuevas generaciones. Adultos y jóvenes que, afortunadamente, no han vivido esa etapa que ya es historia.

Yo tenía 9 años cuando comenzó la guerra y crecí en la posguerra. Había ayudado, de niño, a mi padre a poner cintas engomadas y adhesivas en los cristales de los balcones de casa para que las explosiones de los bombardeos no los triturasen. Después, con la victoria de Franco, comenzó otra historia, hecha de cambios subversivos. Me impresiona pensar que yo he vivido en república, en guerra, en dictadura, en democracia. Miro a los chicos y chicas de ahora y pienso que realmente son nuevos. Tienen 15, 20, 30 años, y han llegado a este 2016 con vagas noticias de un pasado que para sus abuelos fue presente. Y también para los que hemos entrado en la última vejez el pasado es, a menudo, una vaga noticia, un hecho que se desdibuja.

Una locución latina afirma que nadie vive en el pasado. Es evidente. Pero cosa distinta es vivir del pasado. Y sería igualmente arriesgado querer vivir del futuro. Recuerdo solo unas palabras de una canción de Léo Ferré, si no me equivoco: “Monsieur mon Passé, voulez-vous passer...?”. ¿Desea pasar, señor Pasado? La frase es bonita, pero la petición es innecesaria: el pasado se borra solo, reclama que ya ha hecho bastante trabajo.

Schopenhauer no es objeto de mi devoción desde que leí esta sentencia suya: “Cada 30 años aparece una nueva generación de ignorantes de todo que quieren devorar precipitadamente el resultado del saber humano acumulado a lo largo de los siglos y que se creen más hábiles que todos los del pasado”. Que me perdone el sabio: cada 30 años, y cada 20, y cada 10, aparecen hombres y mujeres que, contra lo que el filósofo sentenciaba, son felices de vivir y aprender. H