Si bien allá por los años 80, al inicio de la epidemia, el virus de inmunodeficiencia humana podría suponer un empeoramiento rápido de la salud, por el desconocimiento de su propia evolución y la ineficacia de los tratamientos; desde hace años, los estudios ya apuntan a la indetectabilidad del virus en aquellos pacientes que, siendo conscientes de la infección, siguen los tratamientos médicos. En la actualidad, según Onusida (Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/Sida), esas mismas personas, no transmitirían el virus en sus intercambios sexuales. Este avance, se suma a las mejoras que en el ámbito físico y farmacológico se ha producido en los últimos años de la epidemia, aunque no haya calado en el imaginario social.

Cabría preguntarse, entonces, si también seremos capaces de abordar la discriminación y el estigma social que todavía acompaña a gran parte de las personas afectadas. Más si cabe, cuando esas personas siguen excluidas de la «norma social» que mantiene, a la infección por VIH, como un problema de segundo orden.

TAMBIÉN sería necesario meditar, cómo esos avances llegarán a aquella parte de la población mundial que, en contextos de pobreza, no pueden acceder a un sistema de detección precoz adecuado, ni a un tratamiento apropiado en relación a la infección por VIH. A tenor de que esas mismas personas son las que, actualmente, viven en las partes más afectadas del planeta en las que, además, pueden sufrir una mayor discriminación por su género, orientación o identidad sexual.

Al mismo tiempo, cabría cuestionarse de qué manera, estos avances, podrían trasladarse a todas aquellas personas que siendo portadoras del virus siguen sin ser conscientes de ello. Según el Centro Nacional de Epidemiología, alrededor del 30% de personas afectadas tendrían un diagnóstico tardío, siendo más elevado entre las personas mayores de 49 años y en aquellas cuya vía de transmisión fueron las relaciones heterosexuales desprotegidas. Así pues, en nuestro contexto, la detección precoz parece ser una asignatura pendiente que dificulta el abordaje de la infección por VIH, al obstaculizar el acceso a un control adecuado de la evolución del virus y, en caso de que sea necesario, a un tratamiento farmacológico eficaz. Más todavía, supone un problema de salud pública en la medida en que esas personas, según sea la evolución, podrían transmitir el virus en sus relaciones sin ser conscientes de ello y, al mismo tiempo, favorecer un proceso de reinfección que complique su situación de salud.

Sin embargo, pese a los avances en los tratamientos de los últimos años, buena parte de la población sigue manteniendo resistencias ante la prueba de detección y, aun siendo conscientes de haber realizado una conducta de riesgo, declinan la posibilidad de realizársela.

Según estudios recientes, alrededor de un 60% de jóvenes realizaría conductas sexuales de riesgo y, aun reconociéndolo, solamente un 16,6% se haría la prueba de detección de anticuerpos. Estos datos que podrían llamar la atención, seguramente, difieren poco en poblaciones adolescentes o más adultas que, de la misma manera, parecen exponerse al riesgo con la falsa seguridad del desconocimiento y el optimismo ilusorio. Al mismo tiempo, esas mismas personas, parecen poner en marcha todas sus alarmas ante la sospecha de que alguna persona del entorno pudiera ser seropositiva, inhibiendo conductas tan básicas como compartir espacios públicos o darse un abrazo. Mucho menos, se plantean la posibilidad de llevar a cabo una conducta sexual, aunque la carga sea indetectable y se estén tomando todas las medidas preventivas a su alcance, para esta y otras muchas infecciones de transmisión sexual que cohabitan con el VIH y son, si cabe, más prevalentes.

DE ESTA FORMA, el escenario del VIH seguiría enmarcado en un contexto de contrastes en el que los avances de los tratamientos, y las mejoras que en la calidad de vida que podrían representar para las personas afectadas, todavía no se acompaña de una transformación en el imaginario social sobre la realidad actual de la infección por VIH. Menos todavía, se acompañan de la mejora y mantenimiento de una conducta de salud sexual preventiva y comprometida que permita cuidar la salud individual, pero también las de las personas con las que compartimos sociedad.

*UJI Hàbitat Saludable