En la Fiesta del Bautismo de Jesús, el día 13 de enero, revivimos su bautismo a orillas del río Jordán de manos de Juan Bautista. Este hecho se convierte en una solemne manifestación de su divinidad. En el Jordán se abre una nueva era para toda la humanidad. Este hombre, aparentemente igual a todos los demás, es Dios mismo, que viene para liberar del pecado y dar el poder de convertirse «en hijos de Dios, a los que creen en su nombre; los cuales no nacieron de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nacieron de Dios» (Jn 1, 12-13).

El bautismo de Jesús nos remite así al bautismo cristiano, a nuestro propio bautismo. En la fuente bautismal, renacemos por el agua y por el Espíritu Santo a la vida misma de Dios, que nos hace sus hijos en su Hijo unigénito; su gracia transforma nuestra existencia, liberándola del pecado y de la muerte eterna. El bautismo nos sumerge en su misterio pascual, en el misterio de su muerte y en su resurrección, que nos lava de todo pecado y nos hace renacer a una vida nueva: la vida misma de Dios. He aquí el prodigio que se repite en cada bautismo. Sobre cada bautizado, adulto o niño, se abre el cielo y Dios dice: este es mi hijo, hijo de mi complacencia. Los bautizados entran así a formar parte de la gran familia de los hijos de Dios, la Iglesia, y podrán vivir en plenitud su vocación a la santidad, a fin de poder heredar la vida eterna.

Este es el gran don que Dios nos hace en el bautismo. No hay regalo mayor ni más precioso que podamos recibir o podamos hacer a nuestros hijos que el bautismo. El don de la nueva vida, recibida en el bautismo, es como semilla llamada a germinar, crecer y desarrollarse para dar frutos de santidad, de perfección en el amor y de vida eterna. Para ello, este don debe ser acogido y vivido personalmente. Es un don de amistad que implica un sí al amigo y un no a lo que no es compatible con esta amistad.

*Obispo de Segorbe-Castellón