El año litúrgico llega a su fin. Desde que lo comenzamos, hemos ido recorriendo la celebración de los diversos acontecimientos que componen el único misterio de Cristo: desde el anuncio de su venida (Adviento), su nacimiento (Navidad), presentación al mundo (Epifanía) hasta su muerte y resurrección (Pascua), y la cadencia semanal del ciclo ordinario de cada domingo.

En este último domingo del año litúrgico la Iglesia nos invita a celebrar al señor Jesús como rey del universo. En esta festividad, una de las fiestas más importantes del año litúrgico, celebramos que Cristo es sin duda el rey del universo. Su Reino «no de este mundo. El poder de Jesucristo rey, no es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte, de perdonar y reconciliar. Este reino del amor y de la vida nunca se impone y siempre respeta nuestra libertad.

La fiesta de Cristo, rey del universo, nos llama a dirigir la mirada al futuro; mejor aún, hacia la última meta de la historia, que será el reino definitivo y eterno de Cristo. Él manifestará plenamente su señorío al final de los tiempos, cuando juzgará a todos los hombres.

Cristo está en el que pasa hambre y sed, en el forastero y el desnudo, en el enfermo y el encarcelado. Es decir, Cristo sale a nuestro encuentro en las personas que tienen necesidad. No hay discontinuidad entre lo que él realizó durante su vida y lo que espera de nosotros. A Jesús lo acogemos cuando escuchamos su palabra y nos acercamos a los sacramentos. Pero sale a nuestro encuentro en todos los que necesitan el testimonio y el gesto de nuestro amor. Cuando Jesús nos dice que él está en el que sufre y el necesitado, nos está instando a no dar las migajas de nuestro amor, sino a que la misericordia sea el motor de nuestra vida.

*Obispo de Segorbe-Castellón