Un peligro que acecha a las instituciones complejas es que su día a día oculte, o aplace, la reflexión sobre cómo hacer posible un futuro mejor. Tal ocurre con las universidades, dedicadas a la creación de conocimientos y a la transmisión de aquellos otros ya existentes, orientados a la formación de las nuevas generaciones. Problemas que precisan hoy soluciones, como es la precariedad de una parte muy considerable de su profesorado o las recientes dudas generadas por algún examen de matemáticas en las pruebas de acceso a los estudios universitarios, respecto a si son o no de la misma exigencia en todos los territorios del país, hacen comprensible que se pospongan pensamientos y estrategias sobre el camino óptimo para ser mejores dentro de un decenio, o de varios.

Salvado el dilema entre lo urgente y lo trascendente, el rigor se ha de imponer. No se trata de la imagen que se dé, de si somos más modernos que los demás. La tentación de que la retórica que oculta las deficiencias forma parte de hábitos intelectuales, a los que la pereza mental tiende a empujarnos. No se trata de «parecer» sino de «ser». Un ejemplo. Todo el mundo habla de las bondades que acarreará la internacionalización para las universidades. El término figura en sus organigramas, a modo de sello de modernidad. Se crean comisiones, se organizan reuniones para mostrar que las instituciones están interesadas por ese tipo de mundialización. Pero el tema tiene mucho más calado que un simple lavado de cara. No va de cubrir el expediente, de aparentar una renovación.

El comentario precedente viene a propósito de cuáles son las prioridades de nuestro mañana. Una ha de ser que el conocimiento que genere nuestra universidad tenga un impacto creciente, medido con los actuales indicadores de citas recibidas por los artículos científicos publicados, por los lugares dónde se publica o por el grado de colaboraciones y alianzas internacionales de sus proyectos investigadores, sin olvidar los resultados de los procesos de transferencia. Todo ello nos lleva a una necesidad de retener y atraer más talento a los campus universitarios.

Ocurre que ahora estamos dejando atrás un tiempo difícil para las universidades españolas, de disminuciones presupuestarias y de reducciones de sus plantillas. En España, sus gobernantes entendieron que una de las medidas que debían implantar para paliar la crisis económica y financiera era la de reducir los gastos públicos universitarios; consideraban que los recursos que destinaban a tal fin eran eso, gastos, y no inversiones como son valorados en los países vecinos. De ahí que en el periodo 2010-2015 el dinero público destinado al funcionamiento de las universidades españolas se redujo un 13% mientras que en el conjunto de los países de la OCDE creció un 12%. Dos visiones contrapuestas de lo que debe ser la misión de la Universidad.

Se redujo la entrada de los jóvenes en sus plantillas de docentes e investigadores, en los primeros estadios. Muchos de estos jóvenes universitarios, brillantes y bien preparado, tuvieron que buscar fuera el lugar donde desarrollar su espíritu creativo. Se acuñó durante este periodo un término «maldito»: tasa de reposición. Ahora tal magnitud ya ha recuperado el 100% --ello significa que no siguen disminuyendo sus plantillas--, aunque no por eso han recuperado el tamaño perdido.

Todo conduce a que un asunto fundamental para que las universidades aspiren a un futuro mejor consiste en su capacidad para atraer nuevo talento que complete el actual y reemplace a quienes dejen sus puestos docentes por motivo de edad. Tampoco debe obviarse que una condición previa a los procesos de incorporación de nuevos profesores e investigadores destacados ha de ser que la universidad cuide, mime, el talento que ya posee. Que apoye a sus investigadores y docentes más brillantes con iniciativas concretas, y no solo con bonitas palabras, vacías de contenido.

¿Cómo captar el nuevo talento? Por una parte, ha de retener el talento que ya posee la universidad. Por promoción, mediante una carrera profesional que precisa una fuerte revitalización, con soluciones diferentes según lo necesiten las distintas áreas académicas. Con incentivos adicionales para la buena docencia, a semejanza de cómo se actúa en el reconocimiento de la investigación. También con la creación y desarrollo de canteras de futuros docentes que, a la vez que se inician en actividades investigadoras, puedan colaborar en tareas de apoyo a profesores ya consolidados y, así, verifiquen su vocación docente.

Además, la universidad ha de atraer talento externo. El más inmediato será derivado del retorno de postdocs o investigadores que habiéndose iniciado en la profesión en España se hubieren desplazado a centros extranjeros y deseen volver. La OCDE estima que en la actualidad el 20% de la producción científica mundial publicada corresponde a estos retornados. Forma también parte del talento externo la llegada de profesores extranjeros, singularmente de la UE, tan necesaria y benéfica. Solo de 1,8% del profesorado actual es extranjero. El menor de nuestro entorno europeo.

Todo un largo y apasionante camino por recorrer, sobre el que la Universitat Jaume I ha organizado un Curs d’Estiu los días 3, 4 y 5 de julio en Benicàssim. Puede ser una ocasión propicia para analizar y debatir una cuestión crucial en el horizonte de nuestra universidad.

*Rector Honorari de la Universitat Jaume I