Agotamiento e indiferencia. La crisis catalana -por más que se esfuercen los partidos de la derecha en que centralice el debate de la campaña electoral del 28-A- constituye una realidad que declina en el discurso político dominante. Las razones son varias. Pero quizá la más importante de todas la ha verbalizado en el diario británico The Guardian (3 de abril), y en otros europeos, el propio presidente del Gobierno al comparar las mentiras ultranacionalistas que llevaron al brexit con las «técnicas del movimiento independentista», igualmente falsas. El juicio oral contra dirigentes sociales y políticos del proceso soberanista está desvelando el castillo de naipes tramposos construido por el separatismo procurando así que la percepción de peligro sobre la integridad del Estado haya disminuido.

Cataluña es hoy un problema, pero no es el único y podría -si el secesionismo apuesta por convertir en crónica la crisis constitucional- quedar relegado a posiciones aún menos relevantes. La estratagema del Gobierno y del PSOE de omitir en su programa electoral el llamado problema catalán está, además, surtiendo efecto. Para la izquierda en general, la cuestión territorial es, en palabras de una socióloga del momento, «veneno puro». Ayuda a retranquear la cuestión secesionista el hecho de que Quim Torra, su entorno y otras instancias (es el caso de TV-3) se comporten como auténticos populistas calcando las actitudes de los líderes de este tipo de movimientos.

«Los populistas suelen clamar que el Estado de derecho y las instituciones al cargo de la protección de los derechos fundamentales (es decir, tribunales o juntas electorales, tribunales constitucionales, tribunales supremos, etcétera) no solo limitan las capacidad de la gente para ejercer su poder legítimo, sino que también dan alas a un descontento creciente con el sistema político». Este párrafo es del ensayo Populismos (Alianza Editorial) de Cas Mudde y Cristóbal Rovira, que añaden: «El populismo sostiene que nada debería constreñir la voluntad del pueblo y rechaza en lo fundamental las nociones de pluralismo y, por lo tanto, los derechos de las minorías, así como las llamadas garantías institucionales que deben protegerlos». Ambas reflexiones conciernen el populismo secesionismo catalán.

Las reacciones de Torra y otros dirigentes independentistas a las decisiones de la Junta Electoral Central y la del responsable de TV-3, en las que se imponen, razonadas jurídicamente, determinadas prohibiciones de símbolos y de lenguajes para preservar la neutralidad en el debate preelectoral son propias del peor de los populismos porque, no solo privatizan las instituciones y organismos que gestionan, sino que, además, se arrogan una sedicente interpretación de los derechos y libertades como oráculos del pueblo en la mejor versión del «mayoritarismo» que, según los autores antes citados, es un rasgo típico del populismo.

La catarsis del juicio

Los reveses políticos y jurídicos que el separatismo está experimentado son externos e internos. Los que proceden del Tribunal Supremo, del Constitucional y de la Junta Electoral Central, están a la vista. El juicio contra 12 dirigentes del proceso soberanista arroja un balance que debería ser políticamente catártico para las bases soberanistas. El Constitucional -con sentencias unánimes- ha desmontado una por una todas las piezas jurídicas del procés, más aún con la reciente anulación de la ley que permitía la investidura no presencial del presidente de la Generalitat y la posibilidad de celebrar reuniones del Gobierno por vía telemática.

La paralización del Parlament y del Govern -Cataluña acumula dos ejercicios sin presupuestos- remite a un presidente y un Gabinete que entienden su gestión como puro activismo. La mayoría parlamentaria está quebrada (ya se vio el jueves con la exitosa moción de los socialistas catalanes) y el independentismo se enfrenta dividido al 28-A, hasta el punto de que sus dos grandes formaciones (ERC y JxCat) deberán compartir electorado con el denominado Front Republicà de Albano Dante Fachin que podría obtener hasta dos escaños.

Que el PSC sea la primera fuerza política en los próximos comicios no es solo verosímil, sino una hipótesis muy probable (pese al pronóstico de la encuesta del CEO publicada el viernes que adjudica la victoria a la ERC de Oriol Junqueras, pero también de Gabriel Rufián) y que haría buena la impresión de que amplias franjas sociales de Cataluña -hartas de la burbuja populista y partidarias de soluciones realistas- estarían por fortalecer una opción que eludiese la confrontación y apostase más por relativizar los términos del problema. Y, como consecuencia, seguir inyectando en vena dosis altas de antiinflamatorios dando por buena la política de Pedro Sánchez.

La combinación de los efectos sedantes del juicio oral en el Supremo con la estrategia ocultista de la izquierda (del PSOE, pero también de Podemos) estaría obligando al PP y a Cs a revisar su plan argumentativo para la campaña. La coyuntura exigiría también a los independentistas una aplazada pero inevitable revisión de su estrategia. Continuar en el populismo amarillo, perseverar en la confrontación y seguir engañando a los ciudadanos soberanistas sobre la viabilidad de una república resulta una estrategia desquiciante y perdedora.

Si el Reino Unido -vuelvo a Sánchez en The Guardian- es víctima de un extremismo populista paralizante que le llevó a un desastroso referéndum y su Gobierno y Parlamento rebasan ya la paciencia de la UE, seguir estirando el procés resultaría una clamorosa posverdad, recurso tan del gusto de los populismos más desacreditados como los dos que emergieron en el 2016: Donald Trump y el brexit.