Cuando Iván Redondo ni siquiera acariciaba el sueño de convertirse en jefe de Gabinete del presidente del Gobierno solía explicar que la política, como el deporte del ajedrez, es una toma de decisiones constante en la que triunfa quien logra acertar tras los desatinos que, seguro, en algún momento, cometerá: «El vencedor es siempre quien hace la jugada siguiente al último error».

En estos dos meses de estado de alarma es indudable que el Ejecutivo ha cometido fallos en los que algunos han querido ver la estocada final para una coalición que nació débil, con los apoyos justos, y otros han preferido valorar como patinazos inevitables de quien avanza por una pandemia desconocida sin manual de instrucciones.

Más allá de los augurios de buenistas o agoreros, Pedro Sánchez sabe bien que está pilotando en la dimensión desconocida de una crisis de época sobrevenida. El entorno del presidente cree que ha ido ganando posiciones después de cada último error y hace un balance esperanzado: el gran temor era que la legislatura colapsara por la desbandada de unos aliados cada vez más incómodos con apoyar a un Gobierno erosionado por el azote de la pandemia que, además, les ninguneó cuando tres de ellos (PNV, ERC y BNG) tienen por delante elecciones autonómicas. Ahora, dice el equipo de Sánchez, se está reconquistando a los socios y se amplía el respaldo con Cs, mientras el PP se enreda en las prisas de un asalto prematuro.

El Ejecutivo empieza a respirar. Crece la sensación de «salir a flote» tras la embestida de «semanas negras» por las cifras de la pandemia, los vaivenes en decisiones técnicas que requirieron ser enmendadas, los desplantes de un Podemos que juega a ser oposición desde dentro del Gobierno y la convicción de que el presidente estaba quedándose solo. En términos políticos, admiten (con lo que cuesta reconocer errores desde la atalaya de la Moncloa), que el peor desatino fue «desatender a los aliados» que acababan de apoyar la investidura, en algunos casos, como ERC, en una maniobra voluntarista y arriesgada por las críticas de JxCat.

Algunas voces atribuyen el abandono de los socios a la baja de la vicepresidenta primera, Carmen Calvo, el miembro del Ejecutivo con las relaciones más engrasadas con el resto de partidos y que estuvo fuera de juego, con una severa neumonía. Hay colaboradores de Sánchez que se amparan en el «desborde» de las primeras semanas. Otras fuentes gubernamentales sugieren que el carácter de autoconfianza del presidente no siempre favorece el diálogo. En todo caso, los aliados empezaron a ver a Sánchez como un mandatario que se aferraba a poderes extraordinarios sin recordar que necesita apoyos que no son gratis nunca. Y en año electoral, menos.

El punto de inflexión se produjo cuando el Gobierno vio que podía perder la votación de la cuarta prórroga del estado de alarma. Contra reloj, Sánchez retejió las relaciones con el PNV y armó un pacto con Cs que levanta suspicacias en los socios por la izquierda, pero que da oxígeno al presidente del Ejecutivo y a los propios liberales. El PP, que anunció que retiraba su apoyo a la ampliación horas antes de que el Gobierno fraguase sus nuevas alianzas, quedó atrapado en un movimiento en el que muchos vieron la «ansiedad» de Casado por tumbar al Ejecutivo.

Ahora, el Gobierno parece alejarse del abismo. Ha empezado a negociar una última prórroga del estado de alarma «más laxa» y reformas legislativas para evitar tener que recurrir a la excepcionalidad si hay rebrotes. Aun así, dribla como puede la competición entre autonomías por pasar de fase. La gran prueba de fuego de Sánchez serán los Presupuestos Generales del Estado.

Podemos, ERC, Bildu y BNG temen que se escore hacia políticas menos expansivas, cercanas a Cs. Aunque ayer, ERC se abrió de nuevo a negociar la nueva prórroga. A quién corteja para las cuentas públicas y si reactiva o no (y con qué ritmo) la mesa de diálogo con la Generalitat catalana serán pistas para vislumbrar el rumbo del Gobierno pospandemia.