En el minuto 15 del teledebate, los periodistas e invitados sentados en la planta baja del Pabellón de Cristal de la Casa de Campo de Madrid prorrumpieron en una mezcla de risas y aplausos cuando, dos plantas más arriba, Albert Rivera enarboló ante las cámaras un pedazo de ladrillo barcelonés para mostrar los adoquines que los radicales tiran a los antidisturbios. No era frivolidad, sino tensión: se liberó así la concurrencia de la rigidez con que estaba siguiendo el combate, y cerró el suspense de los prolegómenos sobre qué gadget traería el líder de Ciudadanos esta vez.

Como los debates televisivos del 28-A están aún frescos en la memoria, sonaban a dejá vu algunos rituales y braceos. Por ejemplo: observando la llegada de los púgiles, se diría que el carruaje de un político que va al ring ha de ser una majestuosa berlina oscura, pero rompió la norma de nuevo Pablo Iglesias, llegando en el mismo taxi blanco con el que fue a otro debate del 28-A.

Los políticos cumplimentaron con sonrisas a los fotógrafos en el ritual de la llegada, y fue Rivera el más proactivo, posando con un pulgar hacia arriba. Y eso, por más que ya entonces las fieras que le fotografiaban en el photocall comentaban la gran anécdota del inicio del debate: el cajón.

Ciudadanos desmintió que un peldaño de madera que mostró una foto de Colpisa tras el atril de Rivera fuera a servir de alza para el líder, que, estribándose, no quedara por debajo de sus rivales. No lo habían pedido, pero estuvo ahí hasta que alguien lo retiró.

Escaleras arriba, los asesores y dirigentes se mostraban nerviosos, higiénicamente apartados de los periodistas en sets prefabricados blancos, con paredes blancas, mesas blancas y sillas blancas, tan colorblock como una sala de vis a vis penitenciario.

En el pabellón hubo cuatro silencios significativos del runrún croquetero de los invitados: uno, cuando Rivera parecía que iba a aburrir sacando otro papel, y lo que sacó fue un mapa de España para decir: «Señor Sánchez, para usted esto es una nación de naciones; para mí es mi país». Otro, cuando Iglesias le espetó al presidente que sí, que querían gobernar, «para limitar los alquileres, como en Alemania». Y otro, se diría que de rechazo, cuando Santiago Abascal, el líder de Vox, reiteró que había que sacar a los inmigrantes del gasto sanitario. El cuarto momento de atención llegó las veces que Pablo Casado, presidente del PP, rechazó airado las alusiones a la corrupción. Y sobre algunos de esos silencios sobrevoló Pedro Sánchez sin aleteo reclamando la centralidad.

A medio debate, Vicente Vallés le cedió la palabra. Sánchez declinó: «Como todos me van a criticar, prefiero contestarles luego a todos». Y en la sala de Prensa, una periodista portuguesa enviada para la ocasión le comentó a otra compañera: «Está de bueno...».