Dice así una canción de Marco Antonio Solís: "La gente pasa y pasa siempre tan igual...". Es la misma sensación que tengo este jueves por la tarde de vigilia, 24 horas antes del primer aniversario de los atentados del 17-A. Les veo y me imagino que son los mismos que hace un año, indefensos ante el instante fatídico, ignorantes del destino. Siempre todo tan igual, pero ese día todo tan diferente. Y me veo a mí como suspendido en el tiempo, como si estuviéramos todos allí y me tocara avisarles de lo que escribía Julio Ramón Ribeyro, el escritor peruano: "¿No saben acaso que no hollan terreno seguro, que vivimos en permanente toque de queda, que a la vuelta de cada esquina nos acecha lo invencible?". Me da un temblor en las piernas y me entran unas ganas irresistibles de llorar. Algo raro, una desazón que crece mientras voy recorriendo los 550 metros y veo cómo, a pesar de ir descarnándose, las cortezas de los plátanos conservan las inscripciones de entonces. Casi lloro, como llorará una mujer discreta que deposita unos claveles con su hija, de unos 10 años. Rompe a llorar sin más y a la hija se le queda la cara que les queda a los hijos cuando ven llorar a sus padres.

Despierto y el único vehículo que circula por la Rambla es un coche eléctrico del servicio de limpieza. Y unas mujeres venden en el suelo abanicos feísimos, tres por cinco euros. ¿Qué ocurría aquí mismo hace justo un año? ¿Estaba, en otro lugar, calentando Younes Abouyaaqoub el motor de la siniestra Fiat Talento? ¿No entraban entonces en la Boqueria, como hoy, miles de turistas? ¿No bajaban todos ellos por la Rambla en otro día caluroso de agosto? Y, al día siguiente, ese terrible 17-A, ¿no pasaban, siempre tan igual, otros turistas similares o ciudadanos que se tomaban un helado sin más, dejando pasar las horas? ¿Cuántos de ellos serían hoy los despistados que pasean ante el mosaico de Miró, en el Pla de l'Os, con los paraguas orientales al fondo, sin saber a qué responde esa ofrena floral que se va agrandando a medida que crece la tarde? ¿Y cuántos de los que hoy se dan una vuelta relajada por la Rambla podían haber estado esa tarde en el lugar y la hora del atropello, en alguno de esos 550 metros zigzagueantes que golpean hoy más que nunca en la puerta de nuestra memoria?

Una mujer rompe a llorar sin más y a la hija, de unos 10 años, se le queda la cara que les queda a los hijos cuando ven llorar a sus padres

El mundo se divide entre los que recordamos perfectamente qué hacíamos a las 16.50 del 17-A y los que no tienen ni idea. Se divide entre los que saben qué pasó y los que lo ignoran por completo. Como un australiano que atiende a las explicaciones de un matrimonio catalán en un inglés muy precario. Pregunta el porqué de las flores y le explican los detalles. Él se disculpa: "Es que no vivo en España". Y ellos no pueden evitar responderle: "¿Pero vives en la Tierra, no?". El mural de Miró empieza a desvanecerse, como hace un año, a base de gerberas, girasoles, lirios y rosas. Pregunto en Plantes H. Benzal y me dicen que los que compran no son turistas sino gente de aquí. Enfrente, en otra floristería venden una especie de cucuruchos con imposibles (y feísimas) flores secas, a un euro. En uno de estos cucuruchos veo escrito "'Per la pau. Carme i Climent, Ripoll'". Hay muchos así, y también una pelota de plástico amarilla y una horripilante muñeca (de esas que dan miedo) que clama contra el miedo. Algunos se acercan con respeto y otros se santiguan y los hay que quieren fotografiarse mientras se santiguan. Y otros se rien y miran si las fotos han quedado bien. "Bingo", dicen, "qué impactación" . Y en un rincón, con velas de esas de Ikea, alguien ha intentado escribir "Islam.Paz", y un hombre, sin querer, las pisa. Y una comitiva de cinco mujeres maduras comentan que vienen porque les apetece y una dice: "Mira, no hay ningún ramo igual".

Y yo pienso que para recuperar lo que perdimos esos días de agosto quizá funcione lo que dice la corteza de un árbol: "'L’amour gagnera'". Y que puede que esos abanicos feísimos o la feísima muñeca y los cucuruchos de flores también nos salven. Y que necesitamos algo que nos vivifique, como las lágrimas de esa madre -dolor y coraje- para luchar contra lo invencible que nos acecha.