Este año, el 20-N se ha adelantado 28 días y no se ha celebrado en el Valle de los Caídos, donde cada otoño se reunían los nostálgicos del antiguo régimen para honrar la figura de Franco en el aniversario de su muerte, sino en la colonia de Mingorrubio, contigua al camposanto que a partir de ahora albergará sus restos.

El escenario ha cambiado, pero el ambientillo que se respiraba ayer en los aledaños de la nueva morada del dictador era el de los 20 de noviembre más animados que se recuerdan. Hubo ondear de banderas con el águila estampado, reparto de utilería franquista, emocionados vivas a Francisco Franco y oraciones improvisadas por la salvación de su alma.

La Delegación del Gobierno había prohibido la concentración, pero esto no persuadió a los simpatizantes más acérrimos del régimen anterior, que a lo largo de la mañana fueron apareciendo con el sentimiento -y el atrezo- de las mejores ocasiones. «Este es mi arma, fíjese si soy peligrosa», clamaba una mujer de unos 70 años blandiendo en el aire un rosario de nácar junto al control de la Policía que le impedía el paso al camposanto con los primeros rayos de sol. Según avanzaba la mañana y subía el número de asistentes, los concentrados se iban animando a exteriorizar su estado de ánimo, a caballo entre la indignación por «la profanación de la tumba de Franco» y el deseo de rendirle honores en una jornada con sabor a cita histórica.

Los abrigos de piel de ellas se fueron abriendo para dejar ver las bufandas rojigualdas que llevaban dentro y las banderas constitucionales que algunos traían de la mano fueron cediendo protagonismo a las enseñas franquistas que portaban otros sin disimulo mientras iba subiendo el tono de las declaraciones a voz en grito.

«En Cataluña deberíais estar poniendo orden, y no aquí, que somos gente de paz», le lanzaba un matrimonio de jubilados a una pareja de policías. A su lado, un grupo de señoras de edad avanzada reclamaba por su cuenta su derecho a oír la misa que había prometido oficiar el prior del Valle de los Caídos en el interior del cementerio.

Desde China y Rumanía

A media mañana, la concentración devino en reunión del frikismo franquista más selecto. Chen Xiangwei, conocido en Madrid como el chino falangista, llegó con un ramo de flores «para depositarlo sobre el hombre que salvó a España», un sacerdote con sotana y alzacuellos apareció jurando haber viajado desde Rumanía «para honrar al héroe que venció al comunismo» y un asistente vestido de legionario clavó sus botas junto a la carretera y prometió no moverse de allí hasta que pudiera cuadrarse «ante el féretro del Generalísimo de los Ejércitos de España».

Según iban llegando, los asistentes se saludaban con la familiaridad que da haber coincidido en infinidad de citas similares e intercambiaban chamarilería franquista en un ambiente de camaradería roto únicamente por los insultos a Pedro Sánchez que lanzaban los más exaltados con el cuello hinchado, seguidos al unísono por la concurrencia, o las invitaciones a cantar el Cara el Sol, rezar un Padrenuestro o entonar el himno de España con la letra de Pemán que se sucedieron a lo largo de la mañana a la sombra de los plataneros.

Y en estas, apareció Tejero, que fue recibido entre muestras de fervor y gritos de «¡Valiente!», «Arriba España» y «¡A tus órdenes, mi teniente coronel!».

Y llegó Tejero

La inesperada irrupción del guardia civil golpista causó un problema de seguridad a la Policía. Si lo dejaban suelto entre los asistentes, corría el peligro de fallecer estrujado por los apretones de sus admiradores, pero tampoco podían darle acceso al cementerio, al carecer de permiso. Tras la confusión digna de haber sido rodada por Berlanga, los uniformados optaron por conducirle hasta una calle aledaña, desde donde pudo ver la llegada de Franco.

La aparición del helicóptero que portaba al dictador fue recibida entre gritos de «¡Francisco Franco, presente!» y nuevos insultos contra el «Gobierno profanador». Brazo en alto, los asistentes volvieron a arrancarse con melodías franquistas hasta que alguien apareció con un aparato de megafonía que puso orden en el desconcierto musical y empezó a emitir himnos militares y El novio de la muerte.

Después de saludar el paso de los minibuses que traían a los familiares del dictador, la reunión se fue disolviendo, pero no sin antes de cerrar la próxima cita. «¿Nos vemos aquí el 20-N?», discutían en un grupo. «Yo creo que volveré este domingo. Antes tardaba más de una hora en subir al Valle. Ahora tengo al Generalísimo a 30 minutos de casa», zanjó un asistente.