En el último año, la política española ha vivido sumida en una parálisis kafkiana que hasta ahora el bipartidismo había conseguido esquivar. La irrupción de Podemos y, en menor medida, de Ciudadanos en el espectro ideológico nacional evidenciaron el fin de una bicefalia hegemónica desde la transición. Las negociaciones, casi antagónicas a la política española, entraron en escena. A pesar de sus dos victorias electorales, al PP no le salieron las cuentas. Fue entonces cuando Mariano Rajoy invocó a los alemanes para solicitar una gran coalición con el PSOE. Pedro Sánchez representaba el inmovilismo ideológico del centroizquierda, pero tras su defenestración son muchos los que se han fijado en el pragmatismo del norte para encontrar una salida a ese callejón.

Con una gestora de mano dura, un partido profundamente dividido y gran parte de las bases indignadas, el PSOE afronta ahora la abstención para permitir que los conservadores gobiernen en minoría, algo a lo que llevan toda la vida oponiéndose fervientemente sin opción al pacto. Antes de necesitarla, el PP tampoco había tendido nunca la mano a su rival político. La nueva cúpula del partido quiere imponer la disciplina y un voto conjunto pero, liderados por el PSC, un sector se opone a las directrices de un liderazgo muy cuestionado.

Ante tal revuelo interno con aires shakespearianos, el último en mirar a Alemania ha sido una de las voces más reconocidas del partido, Josep Borrell. El exministro con Felipe González y próximo a Sánchez pidió seguir los pasos del Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD) para que haya libertad de voto y permitir así una abstención mínima que allane el gobierno del PP bajo ciertas condiciones y que, a su vez, ilustre el descontento de varios sectores del partido por la claudicación que supone dar las llaves de la casa a su enemigo. Pero así como pasó al invocar la gran coalición, ¿se puede comparar España con Alemania?

CONCESIONES EN AMBOS BANDOS

En 2013, la cancillera Angela Merkel volvió a salir triunfante en sus terceras elecciones. Su Unión Cristianodemócrata (CDU) había obtenido un 41,5% de los votos que le permitían gobernar en minoría, pero, fiel a su tradición pactista y a su condición de emblema de la 'realpolitik', empezó a seducir al SPD, con quien ya formó coalición del 2005 al 2009, para formar un Ejecutivo estable y sólido. Sus anteriores socios, los liberales del FDP, habían desaparecido. Los socialdemócratas, mermados por el segundo peor resultado electoral de su historia, volvieron a ofrecer ayuda a Merkel.

Conscientes de que el poder también se determina por la capacidad de influencia de la que habla Borrell, sacaron tajada de su posición estratégica. Tras un mes y medio de partida de póker, lograron imponer puntos fundamentales de su programa, como la introducción de un salario mínimo interprofesional, algo a lo que Merkel se opuso durante toda la campaña, la concesión de la doble nacionalidad a los hijos de los inmigrantes y la flexibilización de la jubilación a los 67 años para reducirla a los 63 si se han cotizado 45 años.

Pero esas concesiones también tuvieron un precio. La formación progresista claudicó al aceptar gobernar de la mano de unas políticas fiscales austeras, que pretenden reducir la deuda pública sin aumentar impuestos a las rentas más altas. “Los votantes no le dieron la mayoría absoluta al ala empresarial de la CDU, ni tampoco al sector izquierdista del SPD”, remarcó Merkel para justificar la aproximación centrista de ambos partidos.

CONSULTA A LA MILITANCIA

El 29 de noviembre, la CSU, el partido hermano bávaro de la CDU, aprobó unánimemente el acuerdo, y el 9 de diciembre lo hizo la propia CDU. Tras cuatro años en la oposición y temiendo un amotinamiento interno, Sigmar Gabriel, presidente del partido, canalizó las dudas sobre el pacto a través de una votación entre los 475.000 militantes. Esa apertura a las bases no gustó a algunos miembros de la CDU, pero el SPD replicó que era una tradición democrática del partido. Un 75,96% votó a favor. El acuerdo era un hecho, pero la consulta interna no evitó la molestia de ciertas facciones. El partido también escuchó esas voces y en la ratificación final en el Bundestag, el Parlamento alemán, la dirección permitió que 30 diputados votasen en contra por razones de conciencia.

El caso alemán ilustra la tradición pactista y pragmática de un sistema político muy alejado del español, más basado en una férrea confrontación ideológica sin nexos de conexión. La primera coalición con Merkel hirió gravemente la posición electoral del SPD. El desgaste de la segunda coalición, a la que hay que añadir la incursión de un populismo xenófobo que ha robado votos tradicionales a los socialdemócratas, apunta en la misma línea. El SPD optó maniobrar para seguir teniendo poder de influencia, pero el precio de acercarse al centro es que los flancos quedan descubiertos para que otros partidos más ideológicos abonen ese terreno.