Pedro Sánchez ha repartido juego en su equipo de Gobierno. Junto a socialistas de largo aliento, nombró ministros de adscripción ideológica mestiza y, alguno o alguna, con un perfil profesional y en absoluto político. Para abordar la crisis de Cataluña, el presidente tiene lo que sus colaboradores denominan «una agenda» que consiste en no confundir los gestos hostiles de los independentistas con las acciones ilegales y reaccionar ante unos y otras de manera diferente. Sin inmutarse en el primer caso; aplicando los recursos legales en el segundo. Ya se demostró cuando el Consejo de Ministros impugnó de nuevo la declaración soberanista del Parlament, ahora cerrado a cal y canto hasta octubre. Bananero y provocador.

La gestión de «la agenda catalana» la lleva el propio presidente, su Gabinete y dos ministros. Por un lado, Meritxell Batet, que se sitúa en un sector soft del PSC. Por otro, aunque formalmente no se reconozca, Josep Borrell, titular de Exteriores, que forma parte del sector hard del partido de Miquel Iceta y que, por sus posiciones, goza de un gran radio de acción dialéctica y representativa en el conjunto del socialismo español. A las declaraciones conciliadoras de Batet, se han unido las observaciones realistas de Borrell.

Hasta el momento ha formulado tres: la primera, apoyando a Pedro Morenés en su papel de embajador de España en Estados Unidos a propósito de la reyerta política que, con más voluntad bronquista que acierto político, montó Quim Torra en Washington el pasado 27 de junio. La segunda se produjo en una entrevista del diario El País el pasado día 15 al constatar que él no observaba «ningún cambio» en la Generalitat tras la entrevista de Torra con Sánchez. Y la tercera ha sido esta semana. El ministro de Exteriores advirtió de que «nada es más importante para un Estado que su integridad territorial» de manera que «la duración de la legislatura no se puede poner en el platillo de la balanza con la integridad territorial».

Las señales de humo

Parece sensato tomar como señales de humo inequívocas los avisos de Borrell para que los independentistas de Carles Puigdemont no vayan a creer que con Sánchez todo el campo es orégano. O en otras palabras: que si la estrategia de la tensión del expresident desemboca en hechos insurreccionales, o propicia la desestabilización del Ejecutivo socialista como este viernes ocurrió en el Congreso, habrá dos tipos de respuesta: en el primer caso, otro 155 que reunificaría al bloque constitucionalista; en el segundo, una convocatoria electoral adelantada.

Para Puigdemont, la presidencia de Sánchez es indeseable porque, a diferencia de la de Mariano Rajoy, le genera demasiadas contradicciones. Rajoy era un frontón; Sánchez absorbe el impacto de la bola y la responde con un grado de imprevisibilidad que desorienta al expresidente y al Govern, provocando un sentimiento de irritación y de perplejidad. La estrategia de la desestabilización se descontroló el viernes. Sánchez -en palabras de Borrell- no va a cambiar unos meses en el Gobierno por una concesión inadmisible constitucionalmente o que ponga en riesgo las convicciones del socialismo catalán y del resto de España.

El Gobierno ha sufrido un revés extraordinario con la senda de déficit, quizá definitivo: las fuerzas políticas que relevaron a Rajoy -la mayoría de la censura- no han secundado a Sánchez en la aprobación de su plan financiero para el Estado. Así difícilmente habrá Presupuestos y queda comprometida la continuidad del Ejecutivo socialista. Podemos y los independentistas comparten un objetivo inicial que consiste en un proceso constituyente que afecte, en lo esencial, al modelo territorial de España. El PSOE y Sánchez no pueden transar -como advirtió Borrell- la estancia en la Moncloa durante unos meses a cambio de volar el marco constitucional. Las elecciones anticipadas han dejado de ser verosímiles para convertirse en probables. Sánchez no puede aislarse, como hizo Rajoy, de una realidad que le advierte de un escenario casi imposible para su estabilidad.

Lo que saliese de unas urnas anticipadas sería, muy probablemente, un Ejecutivo de coalición (y no de izquierdas) que no mantendría la contemporización que Sánchez aplica a la Cataluña secesionista. Por eso, las advertencias de Borrell son de envergadura. Son también advertencias de que la estrategia de la tensión -que ya es claramente de desestabilización- tiene límites porque la sociedad española -sectores socialistas incluidos- podría dejar de entender comprensivamente la «agenda catalana» de Sánchez y explicársela, no en términos de estrategia política de distensión, sino en clave de secuestro parlamentario y debilidad.

Y Sánchez -y mucho menos Borrell, el único ministro con una autonomía personal representativa que trasciende a su cargo- no podría permitirse el lujo de que arraigase en la opinión pública y publicada la dominancia del separatismo sobre el Gobierno de España.

Las próximas elecciones las podría ganar el PSOE con el éxito de su estrategia de comedimiento, ya muy improbable, o alternativamente y después de haberla intentado y tras el golpe parlamentario del viernes, con la dialéctica de Josep Borrell ensayada con tanto éxito en su libro Las cuentas y los cuentos de la independencia.