No es la que arranca una campaña cualquiera. Tiene personalidad propia y riesgos por doquier. Nace de la incapacidad de los partidos de pactar y de dotar a una España moderna, poco proclive ya a mayorías absolutas, de un Gobierno estable. Pero aterriza peligrosamente hermanada a la sentencia del 1-O, un severo veredicto a los líderes del procés cuya digestión ha calentado a los partidos de uno y otro lado; ha quemado puentes cruciales y ha incendiado, literalmente, algunas calles de Cataluña acostumbradas, antaño, a albergar protestas sin violencia.

Y esta campaña, con semejante ADN, llega para quedarse siete días (afortunadamente reducida por ley) y amenaza con dejar heridas profundas. Catalunya es epicentro de mítines, entrevistas, cruce de dardos entre políticos y motivo de mucho desvelo y poca alegría para un buen puñado de mandamases de distintas administraciones. Si a eso se le suma que el asunto queda en manos de candidatos con miedo a no cumplir sus expectativas, a la fragmentación del voto, a tener peor resultado que el 28-A o a haberse equivocado en sus enrevesadas estrategias, la cosa pinta mal.

Manosear un problema de Estado como es la crisis en y con Catalunya llevando puesto el uniforme electoral no incita a la esperanza. Cuando se hace pensando a la vez en las posibles fórmulas de acuerdo o desacuerdo para el día después de los comicios, aún peor. Pero es lo que toca, parece. En frente hay una sociedad con cierto cansancio, embriagada de electoralismo y tentada de abstenciones castigadoras: el voto por correo es un 30% inferior a las últimas generales y las campañas en redes para protestar por el bloqueo dan qué pensar.

BATALLA DIGITAL / En este contexto la responsabilidad y supuesto sentido de Estado debería ser suficiente para exigir bisturí fino en campaña a los que, desde las candidaturas de Madrid, aspiran a liderar el Gobierno o a influir en él. Cataluña es mucho más que un atractivo tema da argumentario que puede engordar los números. Por el otro lado, la hipotética defensa de la democracia que dicen suya los partidos independentistas y la experiencia vivida tendría, a su vez, que ser garantía de estrategias en los límites de lo razonable, de lo legal y lo realista, para no generar frustraciones y respuestas de consecuencias impredecibles. Pero no hay motivos para el optimismo en el arranque hacia el 10-N. Algo se está cociendo en las calderas institucionales y huele a preocupación.

En el Consejo de Ministros de ayer se aprobó una batería de medidas del alto voltaje para frenar tentaciones proindependentistas de última hora. Pedro Sánchez, presidente en funciones y candidato del PSOE, llevó «en mano» a la mesa de la Moncloa en que se reúne con su gabinete un decreto para fulminar la llamada república digital catalana, el último sueño 4.0 de Carles Puigdemont y los suyos. Llegó acompañado de una nueva petición del Constitucional para que valore si la Mesa del Parlament ha vuelto a desobedecer y un aval a la Abogacía del Estado para que preste asistencia jurídica a Policía y Guardía Civil.

¿ELECTORALISMO? / El momento elegido por Sánchez para impulsar las medidas escamó. ¿Uso electoral o réplica a una jugada del Govern? Según fuentes gubernamentales, lo segundo. Se temen ciberataques en la jornada electoral. Además, se incide en que se han detectados movimientos «de la Generalitat» en servidores de internet ajenos a la UE, fuera de control.

Los socialistas mueven ficha y reclaman lealtad a un PP que ha bajado el tono y a un Albert Rivera en horas bajas, que fía su remontada a sí mismo y a su discurso de mano dura. Mientras Pablo Iglesias coincide con Iñigo Errejón en buscar terreno electoral ajeno a Cataluña. Vox, en el extremo del extremo.