El Gobierno está seguro, vía informes policiales y de los servicios de inteligencia, de que el cuadro de mandos de la situación insurreccional en Cataluña lo maneja desde Waterloo el expresidente de la Generalitat Carles Puigdemont y, como consecuencia, considera «crítica» su extradición a España. Para ello es necesario que la justicia belga acepte, tras la vista del próximo martes en Bruselas, la nueva orden de detención y entrega contra él emitida por el magistrado Pablo Llarena una vez se conoció la sentencia del Supremo el pasado día 14.

La que está en trámite es la segunda orden contra Puigdemont, la X en el organigrama del desmantelamiento institucional catalán. La primera la dejó sin efecto el instructor de la causa en julio del 2018, sin subsanar los defectos de forma que detectó la fiscalía belga y tras la decisión del tribunal de Schleswig-Holstein (Alemania), que aceptaba la entrega del expresident solo por un presunto delito de malversación, pero no de rebelión.

La Sala Segunda del Supremo se refiere a este episodio en su sentencia del procés (página 159) lamentando esa decisión alemana porque entiende que, «lejos de ser invocada como ejemplo a seguir, debería ser considerada como la expresión de lo que puede acabar con el principal instrumento de cooperación judicial para preservar los valores de la UE».

El precedente

Tanto el Ejecutivo como el propio instructor y los magistrados del Supremo expresan en privado su «escepticismo» sobre el buen fin de esta nueva petición. Bélgica ha sido siempre renuente a cooperar con las autoridades judiciales españolas, incluso en casos flagrantes, como el de la etarra Natividad Jáuregui, alias Pepona, probadamente autora de asesinatos crueles. El Tribunal de Estrasburgo ha sancionado al Estado belga por el incumplimiento de la euroorden relativa a esta terrorista obligándola a indemnizar a los hijos de una de sus víctimas, el teniente coronel Ramón Romeo.

La reticencia de la justicia belga al cumplimiento de las euroórdenes de jueces españoles se debe mucho más a su situación interna -con la fuerte tensión segregacionista de Flandes, una región del país dominada por fuerzas ultraderechistas que apoyan a Puigdemont y al independentismo catalán- que a una desconfianza motivada en la falta de pulcritud democrática de las autoridades judiciales y policiales españolas.

Al rechazar o dificultar las peticiones de detención y entrega procedentes de España en casos que afectan a determinados asuntos (como terrorismo y delitos perpetrados por políticos), los jueces belgas anteponen la estabilidad interna al estricto cumplimiento del mandato del acuerdo marco del 2002, aprobado por la UE para crear un espacio despolitizado de cooperación entre las distintas administraciones de justicia.

En esta ocasión, sin embargo, parece firme la determinación de aceptar la eventual entrega de Puigdemont aunque sea solo por malversación. Desmantelar la base logística de Waterloo es un objetivo más importante para desbaratar los planes insurreccionales que implementa Quim Torra en Barcelona que aplicarle al expresident la misma vara de medir que a sus compañeros recientemente condenados. Mucho más después de los acontecimientos ocurridos la semana pasada en Barcelona, que comenzaron con la ocupación del aeropuerto de El Prat, planificado y ejecutado por la plataforma Tsunami Democràtic, que estaría alentada por el propio Puigdemont y sería conocida por el actual presidente de la Generalitat.

Existe, además, la convicción de que el de Amer no se moverá de Bélgica porque cualquier otro país de la UE es para él más inseguro y, especialmente, Francia. Todo estaba preparado para su detención el pasado 2 de julio, cuando expresó su intención de presentarse en Estrasburgo con motivo de la constitución del Parlamento Europeo.

Sin embargo, tanto él como Toni Comín y el abogado Gonzalo Boye -investigado ahora por blanqueo de dinero procedente del narcotráfico, y en su momento condenado por colaborar con ETA en el secuestro de Emiliano Revilla, lo que es una grave contrariedad para el líder independentista- permanecieron en una localidad alemana cercana a la frontera francesa. Se especula que si Puigdemont se zafa de esta nueva euroorden, podría trasladar su campamento base a Suiza, una confederación que no pertenece a la UE y en donde están instaladas con la mayor tranquilidad Marta Rovira y Anna Gabriel.

La piedra de bóveda de la gran operación de desmontaje del entramado insurreccional en Cataluña pasa por la neutralización de Puigdemont. Si se consigue, irán «cayendo como piezas de dominó» otros engranajes que transmiten ordenes, consignas, instrucciones y ejercen, mediante comisarios políticos, un fuerte control sobre la ortodoxia de dirigentes separatistas con tentaciones revisionistas. «Sin Puigdemont en Waterloo, Torra duraría días en el Palau de Sant Jaume», suponen esas mismas fuentes. El actual presidente de la Generalitat es un dócil instrumento en manos de su predecesor.

El artículo 7

Suprimir Waterloo -es decir, la extradición a España de Puigdemont- es la única operación que a corto plazo abriría un nuevo horizonte en Cataluña porque, además, liberaría de trabas a ERC para moverse con mayor margen -ahora muy limitado- y levantaría la tutoría que ejerce el expresident sobre grupos de antiguos convergentes dispuestos a intentar una rectificación del proceso soberanista que, como se ha comprobado estos días con la actitud de Torra y su núcleo de apoyo, se pretende mantener en sus objetivos más inverosímiles contra viento y marea.

Por lo demás, la partida es tan importante que los europarlamentarios españoles de partidos constitucionalistas están dispuestos a dar la batalla en Bruselas y Estrasburgo esgrimiendo el artículo 7 del Tratado de Lisboa para que a Bélgica, si no atiende la euroorden, se le abra un expediente de sanción.