La segunda semana de octubre, el gabinete presidencial contuvo el aliento. Durante septiembre, el PSOE ya había ido constatando en las encuestas cómo Pablo Casado remontaba a lomos de una sobrevenida moderación, mientras los socialistas no acababan de despegar. Pero a pocos días del fallo del Tribunal Supremo, los trackings internos les sumieron en el espanto. Pedro Sánchez caía 10 escaños. La clave para salvar la campaña iba a estar en la respuesta del Gobierno a la amenaza del independentismo en las calles por las penas de prisión a sus líderes.

El presidente debía gestionar la crisis como un líder que garantiza la estabilidad, en un difícil equilibrio de moderación: sin ceder a la «empatía» con los separatistas que plantea Pablo Iglesias ni con la mano dura que le pide la derecha. Modular esa respuesta está resultando complicadísimo, por los disturbios en las calles de Barcelona y los nuevos órdagos lanzados por Quim Torra. Aun así, el pulso de las encuestas parece reactivarse. Según fuentes socialistas, la polarización ocasionada por los altercados ha desencadenado un crecimiento del PSOE, del PP y de Vox, nutridos por las fugas de electores de Cs. Hasta dónde llegarán esos repuntes está por ver.

La semana arranca hoy con la presentación de los programas de los dos principales partidos. Sánchez ha multiplicado sus mítines en las últimas semanas y tiene una agenda con dos o incluso tres actos diarios. La exhumación de Franco, los riesgos del frenazo económico y las pensiones están también presentes, pero Sánchez sabe que la crisis catalana es, de lejos, la que más impacto puede tener en unos votantes aún desactivados. Los sondeos sitúan la indecisión en torno al 30% y es a ellos a quienes busca enganchar. El debate electoral del 4-N será clave para activar el voto.

Los socialistas saben que ese formato no es el fuerte de Sánchez, pero confían en que su «templanza» y «moderación» en Cataluña frente al independentismo violento potencie su imagen presidencial y le sitúe como única alternativa posible para seguir en el Gobierno. Si logra una diferencia amplia sobre el PP, sería posible apretar a Casado para que conceda una abstención.

En el PP intentan no caer en el triunfalismo. Volver a la cifra de los 100 escaños después de caer a 66 en abril sería un regalo para Pablo Casado, cuyo liderazgo se cuestionó en primavera. Tras corregir su escoramiento a la derecha por el miedo a Vox, pidió a los suyos que evitaran hablar de Franco y que fueran prudentes al comentar el procés. Su objetivo era dedicar muchas horas de mítines a la economía, a la crisis climática, a las pensiones y a advertir de la mala gestión del PSOE. Quería marcar distancias de Cs y Vox y vender experiencia, pero los disturbios le han obligado a abordar de lleno el desafío territorial.

Su respuesta no ha sido el 155. El líder del PP se ha centrado en exigirle a Sánchez que aplique la ley de seguridad nacional, para «quitarle» el mando de los Mossos a Torra, y también le ha pedido que le mande el requerimiento previo para aplicar, si fuera necesario, el 155. Casado intenta que todo comentario tenga un «mensaje en positivo» o «constructivo», señalan sus asesores. Quiere aparecer como un «hombre de Estado» con propuestas «razonables» y distanciarse de Cs, que pide cada día el 155 y asegura que tanto PSOE como PP se entenderán el 11-N para vaciar las cárceles de los condenados por la Gürtel, la Púnica, los ERE y el 1-O.

En Vox, Franco y el procés le han facilitado su campaña. Su obsesión, como admite un alto cargo, es no cometer «ningún gran error» y que Abascal tampoco se equivoque en su primer debate. Esa cita es la gran baza de Unidas Podemos para no hundirse en las encuestas.